Al principio fue la angustia.
Ya me lo habían advertido (“En Leticia hay muy mal internet”), pero aún así fue difícil recibir la cachetada de realidad. “Sin señal”, leí en la pantalla de mi celular. Era la 1:30 pm del domingo 11 de junio y el avión acababa de aterrizar en la ciudad más al sur de Colombia. “¿Qué voy a hacer ahora para trabajar durante mi mes en la selva?”, me pregunté.
Antes de entrar en pánico, contemplé algunas opciones posibles para salir del impasse. La primera: colgarme de la red de una biblioteca, universidad o museo en Leticia. La segunda: hospedarme en un hotel (quizás lujoso) con buen internet. La tercera: buscar otro sitio en la Amazonia colombiana, brasilera o peruana donde pudiera pasar unos días con conexión. Y la cuarta: devolverme a Bogotá antes de lo planeado…
Tenía suficiente tiempo para testear cada una de las opciones, ya que estaría viajando de domingo a jueves con el grupo del taller de literatura y viajes de la librería Casa Tomada. Pese a ello, Alex, uno de los guías del tour, descartó en nuestra primera conversación las dos primeras opciones; según él, en Leticia, una ciudad erigida en medio de la selva, no había un lugar público ni privado con internet decente para trabajar…
La noche sin energía eléctrica en una casa flotante sobre el río más caudaloso del mundo me ayudó a despistar la incertidumbre. “Amanecerá y veremos”, me dije.
Descartadas las dos primeras opciones, me quedaba averiguar por las otras dos.
Hernán, un mochilero sexagenario que hacía parte del grupo de lectores viajeros y quien había llegado unos días antes, me confirmó que en Tabatinga, la ciudad brasilera que queda a una calle de distancia de Leticia, tampoco había buen internet. Él además había probado la conexión del Museo Etnográfico de Leticia y constatado que “se caía cada 10 minutos”. Trabajar así sería muy difícil y, sobre todo, de-ses-pe-ran-te… “En Iquitos puede haber mejor servicio”, agregó Hernán. Ahí se abría una alternativa a 16 horas de navegación en ferry por las aguas oscuras del río Amazonas.
Entonces llegó la aceptación.
Por ahora lo mejor era entregarme de lleno al viaje por los ríos y las selvas de la Amazonia circundante a Leticia y dejar de lado la preocupación por el acceso a internet. Una preocupación por demás innecesaria en ese momento, porque estaba disfrutando unos días de viaje (no de teletrabajo) y había dejado organizados mis otros asuntos personales y laborales.
También llegó una reconfirmación: Movistar es un operador de telefonía celular que no vale la pena tener cuando se sale de las ciudades principales de Colombia. Ya había sufrido antes su mala señal cuando viajé por el Caribe y otras regiones remotas del país y ahora me volvía a pasar.
Mientras tanto, la gente del grupo que tenía Claro revisaba sus celulares en ciertos puntos geográficos estratégicos…
Después llegó la paz. La tranquilidad. El placer de estar desconectado del correo electrónico, las redes sociales, los chats de amigos y de trabajo, las noticas de última hora, las llamadas indeseadas con ofertas comerciales… En fin, la vida moderna.
La desconexión obligada me permitió experimentar una desintoxicación digital necesaria; durante esos días pude vencer al FOMO, al miedo de perderme algo, a la ansiedad por saber qué pasa en Colombia y el mundo y en qué andan mis amigos y familiares y personas a quienes sigo en redes sociales. Y se sintió bien. Demasiado bien, a decir verdad.
Durante estos días comprobé (una vez más) que el mundo sigue dando vueltas aunque yo me aísle, que (casi) nada es tan urgente como para tener que ser atendido de manera inmediata, que el celular nos distrae y nos aísla del entorno, que el acceso a internet levanta barreras infranqueables entre nosotros y las personas que nos rodean…
También tomé consciencia de la profunda distracción que nos generan las aplicaciones de mensajería instantánea como WhatsApp, Telegram y Discord. Cuando tengo internet, envío y recibo mensajes todo el tiempo. Eso implica que, constantemente, estoy pausando lo que hago para enviar y recibir mensajes que muchas veces no tienen urgencia y cuya respuesta y concreción me generan ansiedad e impiden que me pueda entregar de lleno a otra actividad. Durante esos primeros días usé esas aplicaciones como antiguos mensajes de texto: leía y enviaba mensajes por la noche (cuando alguien me regalaba internet o había en el lugar) y los atendía la noche siguiente. Y, pese a lo que hubiera podido imaginar, fue maravilloso.
Así pude estar mucho más presente en la experiencia del viaje, en la escucha de las historias de los guías locales y en las conversaciones con la gente maravillosa con quien tuve el privilegio de compartir esos días selváticos.
Ya en Iquitos, la principal ciudad peruana en la región amazónica, volvió el internet. Primero con la conexión precaria del hotel en donde me quedé con Hernán y luego con el internet de calidad que conseguí con el operador de telefonía celular Bitel (desde luego, no compré una SIM card de Movistar).
Poco a poco, empiezo a recaer en los malos hábitos… Pasé de consultar el celular una vez al día durante el viaje grupal a consultarlo en la mañana y en la noche en el hotel de Iquitos y a revisarlo muchas más veces al día ahora que tengo internet en el celular.
Por supuesto, el reto es lograr caer menos ante las tentaciones digitales del día a día y no tener que entrar en otra desconexión obligada para lograrlo. En verdad es posible. Y además placentero: lo comprobé en mis primeros 3 días de semi conexión en Iquitos.
Más adelante les contaré cómo sigue mi “dieta digital” ―esa que comencé con mi antídoto para no perder el tiempo― y cómo avanza mi aventura por la selva amazónica (les adelanto algo: ¡está espectacular!).
Con cariño,
Óscar Iván
Iquitos, Loreto (Perú)
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Querido Óscar,
Saludos siempre.
Antídoto digital. Me identifico totalmente con tu último escrito. Hace un par de meses en Bogotá en el Transmilenio me robaron el celular, al siguiente día debía viajar a Riohacha y otros municipios de La Guajira en medio de un proyecto en el que estoy aprendiendo y conociendo mucho. Forzado a la desconexión experimenté todas y cada una de tus síntomas que reflejan nuestra adición digital. Aunque no me consideraba un adicto a la tecnología si definitivamente creemos que necesitamos estar hipermegaconectados. Tras 2 semanas de desconexión que terminaron convirtièndose en 20 días experimenté algo que no sentía hace tiempo: mayor tiempo para mi, tranquilidad y en resumen felicidad.
A la final, ya en un lugar al norte de Mayapo donde ningún operador de celular funcionaba, por lo único que extrañaba el celular era por su cámara integrada para tomar fotos cuando iba demasiado ligera en mis trotadas matutinas por el bosque tropical seco de La Guajira.
Un abrazo.
David.
El día a día, la velocidad con que vivimos, la nueva era tecnológica que aunque no queramos o tengamos resistencia a no caer en ella, nos arrasa y hace que perdamos de momentos simples como los es disfrutarnos.
Gracias por compartir tu experiencia, la desconexión siempre sera alimento para el alma.