Desde que leí en El río sobre las experiencias del etnobotánico Richard Evans Schultes con las plantas sagradas de la Amazonia, quise recorrer sus pasos. Inicialmente fijé el viaje para agosto de 2023, pero complicaciones de la vida me hicieron correr la fecha mes a mes, hasta que desapareció en el horizonte. Por fortuna, el nuevo ciclo de lecturas sobre la región amazónica que emprendí este semestre despertó otra vez el entusiasmo y me animó a pasar un tiempo en Mocoa y sus alrededores. El objetivo principal lo tenía claro: tomar yagé, ojalá en más de una ocasión. Todo lo demás sería secundario, no importaba que se tratara de caminatas por la selva, fotografías de cascadas o la celebración de los cien años de La vorágine. Y tenía que ser así porque era una apuesta por mi sanación física y espiritual en un momento en que la estaba necesitando.
El yagé es una bebida sagrada utilizada por varias culturas indígenas de la región amazónica con fines rituales y medicinales. Se elabora a partir de una combinación de la planta Banisteriopsis caapi, que contiene alcaloides con propiedades psicoactivas, y otras plantas como la Psychotria viridis que contienen dimetiltriptamina (DMT), una sustancia psicoactiva que provoca visiones intensas y experiencias alteradas de conciencia. El yagé funciona mejor cuando las dos plantas trabajan juntas, ya que la primera —la ayahuasca— tiene un inhibidor de la monoaminooxidasa (IMAO) que hace que sean más fuertes y duraderos los efectos del DMT de la segunda —la chacruna—. Todavía es un misterio cómo los indígenas ancestrales descubrieron la combinación específica de estas dos plantas entre los millones existentes en la selva para generar la bebida sagrada. Es muy difícil —por no decir imposible— llegar a ese resultado por medio de un ejercicio de ensayo y error. Los indígenas tienen otra explicación: las plantas revelan sus secretos a quienes saben escucharlas.
Tomar yagé es emprender un viaje profundo al interior de uno mismo. Un viaje por momentos incomprensible y mutante por recuerdos, personas y pensamientos del presente y el pasado. Un viaje cargado de experiencias intensas que a veces generan felicidad y a veces, tristeza. Un revolcón emocional. La medicina ancestral me hizo desempolvar momentos cruciales de mi niñez, mi adolescencia y primera adultez. Pero se concentró sobre todo en mi vida presente, esa que me está generando mayores inquietudes, quizás porque así se lo pedí. El yagé escarba lo que tenemos dentro.
Al principio no entendí el sentido de algunas de las recomendaciones previas a la toma de yagé. ¿Por qué no puedo comer carne de res?, ¿por qué debo evitar los lácteos?, ¿por qué no puedo tener relaciones sexuales?, me preguntaba. Además, cada persona con quien hablaba me decía algo diferente: prepárate por dos semanas, decían unos. Otros que durante ocho días y unos más que desde el día anterior. Aún así, seguí las recomendaciones básicas durante los diez días previos a la primera toma y continué la preparación, con menos rigor pero aún comprometido, durante las dos semanas siguientes. Las pesadillas de las noches previas a la primera vez me hicieron entender que estaba en un proceso de desintoxicación y me esbozaron algunos de los temas delicados en los que el yagé se enfocaría. La renuncia al alcohol me hizo enfrentar ideas y emociones que antes hubiera evadido con un trago de whisky. La abstinencia sexual me permitió mantenerme encauzado en la senda espiritual. Y la dieta fuerte en frutas y verduras me hizo adelgazar y limpiar el cuerpo. Todo empezó a tener sentido. Incluso antes de la toma de medicina, porque la toma no es una acción concreta, sino un proceso con un antes, un durante y un después.
Durante las ceremonias, el taita y sus ayudantes tocan guitarras, flautas, tambores, armónicas, maracas. A veces cantan en lenguas conocidas y desconocidas. Los participantes también están invitados a cantar, tocar instrumentos e incluso bailar. La música actúa como un puente entre lo terrenal y lo espiritual, evoca emociones profundas, y ayuda a conectar con la naturaleza y el cosmos. También estimula el trabajo del yagé haciendo que el cuerpo expulse todo aquello que le hace daño y creando un ambiente propicio para los pensamientos profundos, la conexión espiritual y, en algunas personas, las visiones.
Mientras estaba recostado en la hamaca de la ceremonia nocturna, empezó a llover. Al principio fueron unas gotas sin fuerza, pero luego el cielo descargó toda el agua que había acumulado durante tres días. La sinfonía creada por la lluvia golpeando las tejas de zinc empezó a subir sus decibeles y el yagé me regaló algo que nunca había sentido: de repente, en el telón oscuro de mis ojos cerrados, la música de la naturaleza se transformó en puntadas armónicas de color verde y naranja, y durante un tiempo indeterminado disfruté del maravilloso espectáculo de ver los sonidos que escuchaba.
Pocas veces me he sentido tan maravillado por la vida como lo estuve bajo los efectos del yagé. Las hormigas que cortaban hojas y las transportaban hacia lo profundo de sus hormigueros para alimentar los hongos que a su vez las sustentan me hicieron pensar en su compleja organización social que pone al colectivo por encima de las partes; el bombeo acelerado del corazón me condujo a recorrer el diseño fascinante del cuerpo humano en el que cada órgano cumple una función vital y nada sobra; me sorprendí fascinado por la redondez de la Tierra, por su capacidad para dar una vuelta completa sobre su propio eje cada 24 horas, por la ocurrencia insólita de los eclipses de sol. Y se me hizo muy difícil aceptar la idea de que tanta perfección fuera resultado del azar.
La experiencia con la medicina ancestral cambia en el día y en la noche. Y es así no solo porque las ceremonias suelen ser conducidas por taitas diferentes que tienen recetas propias del yagé, sino porque también varían los estímulos externos y las respuestas internas. En el día estuve despierto todo el tiempo, aunque a veces medio inconsciente e inmerso en mis pensamientos. En la noche dormité por momentos y la mente iba y venía entre estados de consciencia, abstracción y sueño. En el día estuve mucho más conectado con la naturaleza y la vida que me rodeaba, mientras que en la noche me dejé llevar más por la música y la gente del grupo. Si tuviera que elegir entre los dos tipos de tomas, me inclinaría por la del día. Aunque sé que esto puede cambiar en el futuro, cuando me acerque a otros taitas y tenga más experiencia con la medicina.
El viaje del yagé se parece en algunos aspectos a los viajes que producen algunas drogas sintéticas como el LSD. Ambas potencian los sentidos, pueden producir alucinaciones y llevan al profundo interior de uno mismo. Sin embargo, noté una gran diferencia entre el LSD y el yagé: mientras el primero pasa factura al día siguiente, te cobra lo dado, el segundo genera dividendos, te premia. Si a uno se le baja la tensión y empieza a vomitar intensamente con el LSD, es mejor buscar ayuda; si pasa lo mismo con el yagé, tranquilo: es la medicina operando, sanando, limpiando. Ahora bien, esta diferencia también puede estar relacionada con el ambiente, el acompañamiento y el propósito con que uno lo hace. El LSD suele utilizarse como droga recreativa, mientras que el yagé, como medicina. Pero también se dan los casos opuestos: tratamientos medicinales basados en drogas sintéticas y turismo psicodélico con plantas sagradas.
La medicina ancestral puede generar diarrea, náuseas, vómito, mareos y sudoración. Y está bien: la purga es parte del proceso de limpieza física y espiritual. En la primera toma aborrecí la fase de vómito intenso y debilitamiento corporal. No fue agradable vaciar el estómago sin parar ni carecer de fuerzas hasta para ir al baño. En la segunda y la tercera tomas recibí la purga con más amabilidad y comprensión. Fui consciente de su poder sanador y del bien que me hacía; fui consciente de que cada evacuación era precedida por un pensamiento, recuerdo o emoción que necesitaba sanar y me sentí mejor al verlo salir de mí.
El proceso integral de experimentación con el yagé —el antes, el durante y el después— me permitió identificar con mayor claridad cuáles eran los asuntos interiores que debía atender con mayor prioridad y, sobre todo, cómo debía hacerlo. A veces lo que debe cambiar no es lo que pasa a nuestro alrededor, sino la manera como respondemos a ello. Esa era una verdad que conocía, pero que me negaba a aceptar. Y el yagé me ayudó a hacerlo. Desde entonces he empezado a sanar. He comenzado a hacer las paces conmigo mismo y con otros. Estoy aprendiendo a soltar, a pasar la página, a perdonar.
“Iván, levántate para que tomes agua”, me dijo el taita Lucho. Con mucho esfuerzo, me senté en el pasto de las inmediaciones de la maloca en el que me había acostado luego de vomitar varias veces. El taita me pasó un vaso con agua. Bebí despacio, con sorbos pequeños. “¿Sabes cuál es esa planta?”, me dijo señalando a mis espaldas. “No señor”, respondí. “Es la ayahuasca”. Sin saberlo, la enredadera del alma me tenía abrazado.
En la primera toma me puse la bata del científico que quiere entenderlo y controlarlo todo, a pesar del miedo y la incapacidad. En la segunda fui como un pescador que se adentra con su balsa de madera en lo profundo del mar y se deja llevar, sin resistencia, por las corrientes marítimas. En la tercera fui un explorador perdido en la oscuridad densa de la selva, quien al final encuentra un claro de luz en las copas de los árboles. Cada experiencia con el yagé es única e irrepetible.
Como si de una fogata se tratara, el reto ahora es mantener encendido el fuego del yagé. Fue fácil de hacer mientras estuve en la selva alejado artificialmente de aquello que más daño me hacía y comprometido de lleno con mi sanación física y espiritual. Pero ahora que vuelvo a la ciudad y le pongo el pecho a los claroscuros de la vida, las cosas se empieza a aguar. A pesar de las lluvias esporádicas, el fuego amazónico todavía arde en mí y puedo alimentarlo con la reserva de madera he venido acumulando. El yagé ya hizo lo suyo. Ya encendió el fuego y me mostró el camino. Ahora depende de mí seguirlo recorriendo.
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Gracias por compartir esta experiencia! Yo nunca me he lanzado, aunque me da mucha curiosidad, porque siento que según la persona también puede ser un mal viaje. Me alegra que para ti haya sido de esta manera :) salud!!
¡Qué viajote! Lo hice contigo con esta lectura espectacular. Te abrazo y te celebro en tu sanación.