Los viajes por carretera tienen su encanto. Desplazarse en carro particular agrega varios grados de libertad al viaje rígido que ofrecen los buses, aviones y lanchas de transporte público en los que suelo moverme. Aquí uno es quien define la hora y el lugar de partida, la ruta a seguir, las paradas para tomar café, almorzar o ir al baño, el momento de seguir o detenerse. Además, está la posibilidad de explorar rutas alternas y salirse del circuito turístico que promueven influencers, operadores y el Estado.
La idea de hacer un viaje por carretera fue de Juan Camilo, el amigo que me cambió la vida —sin preverlo— al introducirme años atrás en el camino sin retorno de los viajes. Teníamos el tiempo —Semana Santa—, el vehículo —una Toyota Fortuner— y las ganas de seguir explorando Colombia —un país inabarcable, como todo lugar—. Solo nos faltaba el destino… El sábado 12 de abril, antes de coger carretera, nos decidimos por los Llanos Orientales. De la región nos sedujo la posibilidad de recorrer rutas secundarias y alejadas de centros urbanos (además de la belleza de sus paisajes, su cultura vaquera y la importancia histórica que tuvo en el movimiento independentista liderado por Simón Bolívar en las primeras décadas del siglo XIX).
A Juan Camilo y a mí nos gusta viajar con brújula, no con itinerario. La parada del primer día fue Villavicencio, la capital del departamento del Meta y la llamada “Puerta al Llano”. La ciudad nos permitía amanecer al día siguiente en los Llanos Orientales, dando la espalda a la Cordillera Oriental de la que hace parte Bogotá, y su ubicación estratégica nos ofrecía la posibilidad de ir al sur rumbo a San José del Guaviare en la transición hacia la selva amazónica, al oriente en busca del Llano llano del Meta o incluso al nororiente con dirección a Yopal, la capital del departamento del Casanare. En la noche de ese primer día, bebiendo cerveza fría en un restaurante de comida típica, establecimos una restricción para el viaje: no recorrer dos veces la misma carretera. Así, el trazo general de la ruta emergió por sí mismo: un recorrido circular por el norte del Meta y el centro de Casanare con Bogotá como punto de inicio y de retorno.

“No recorrer dos veces la misma carretera” no era la única restricción del viaje, desde luego. También debíamos tener en cuenta otros factores, como el estado de las vías. La camioneta no tenía doble tracción, así que era necesario tener cuidado de no enterrarnos en las carreteras destapadas que íbamos a recorrer en los días porvenir. Colombia es uno de los países de Sudamérica con peor infraestructura de transporte terrestre y las vías principales y alternas del Llano adentro pueden volverse un lodazal con las lluvias intensas del invierno que está llegando. Lo paradójico es que se dice que los accidentes geográficos de las tres cordilleras que atraviesan Colombia de sur a norte han impedido la construcción de mejores carreteras, pero aquí, lejos de las montañas, tampoco hay vías de calidad, lo cual deja en evidencia la falacia del argumento… Otro factor que debíamos atender era el orden público. Es triste reconocer que durante los dos últimos períodos presidenciales la seguridad del país se ha deteriorado en muchas zonas y que, otra vez como en los años 90s e inicios de los 2000s, debemos tener cuidado por dónde nos movemos. Todavía más si es en una camioneta lujosa y vistosa. Antes de meternos Llano adentro, hablamos con hoteleros, comerciantes, locales, viajeros y policías sobre la seguridad de las vías. Todos dijeron cosas diferentes, pero algo surgió como una constante en sus discursos: el desconocimiento de lo que pasa más allá de sus calles inmediatas. Al final, le creíamos a los militares que la ruta era segura y arrancamos al amanecer del cuarto día rumbo a Carimagua.

Había tenido la oportunidad de recorrer la mayoría de los lugares que visitamos en este viaje. En 2022 fui a Villavicencio, Puerto López, Puerto Gaitán y Orocué. El pasado enero, visité San Luis de Palenque, Pore y Yopal. Pero los recorrí en solitario y en transporte público. Ahora, en carro particular y con Juan Camilo y sus dos perritas, Lola y Chimu, los sentí diferentes; o mejor aún, vi caras distintas de estos lugares, empezando porque en la camioneta recorrimos muchas más calles de las que había transitado antes a pie o en moto, y porque pudimos hospedarnos en hoteles en las afueras de cada municipio. La experiencia de viaje cambia al dormir y amanecer lejos del bullicio de los carros, las motos, el comercio y los vendedores ambulantes. Además, el lugar visitado se amplía —literal y metafóricamente— al recorrerlo en carro. Ahora entiendo que los destinos hay que visitarlos de día y de noche, en verano y en invierno, y en distintos medios de transporte. Cuando crees que conoces un lugar, descubres que hay una esquina —o dos— o una faceta —o más— que habías pasado por alto. O que surgió de repente. O que se transformó.

Carimagua fue el lugar que conocí en este viaje que más me impactó. Fuimos allá porque fue parte de un viaje que marcó a Juan Camilo en su niñez. Antes de llegar, él hablaba de una comunidad científica en la que había mucha gente investigando temas claves para la región y vivía en una especie de ciudad pequeña con las comodidades mínimas que eso implica. Sin embargo, ese recuerdo de la niñez se desvaneció al llegar. En vez de una comunidad viva, encontramos las ruinas de algo que fue imponente pero ya no es. Estructuras deshabitadas, muros corroídos, puertas con candado. Carimagua se parecía más a un pueblo fantasma que a un centro de investigación vibrante. Incluso en la noche bromeamos con que al día siguiente, al despertar, íbamos a descubrir que estábamos solos y que todas las personas con quienes habíamos hablado la noche anterior —Yeison el científico, don Jorge el comerciante, Janeth la cocinera— habían muerto hace años. En el lago de Carimagua, hacia las cinco de la tarde del cuarto día, presencié una de las escenas más hermosas del viaje: una manada de chigüiros silvestres estaba en la playa tomando el sol. Apenas nos sintieron, se metieron al agua y huyeron hacia la vegetación aledaña donde pasan la noche. Por la lentitud de mis movimientos, no los pude fotografiar en su pose inicial. La foto digital se fue, pero la imagen está grabada en los muchos murales que he visto con una escena que creía irreal, fantástica, pero que ahora estoy seguro de que sí existe.

La experiencia más emocionante del viaje fue cruzar en planchón el río Meta. Lo hicimos desde El Porvenir, en Meta, a Remolino, en Casanare. No solo fue emocionante serpentear las islas del río para ir de una orilla a otra y grabar la escena con dron y celular, sino también la incertidumbre que lo antecedió. Llegamos a El Porvenir hacia el mediodía provenientes de Carimagua y había dos opciones: pasar de un departamento a otro en el planchón o devolvernos a Puerto Gaitán en un viaje de más de cuatro horas por carreteras destapadas y sin estaciones de gasolina. Cruzar en planchón era la única forma de atravesar el río en carro, pues no hay puentes que se eleven sobre el río Meta, uno de los principales afluentes de la Orinoquía con más de mil kilómetros de extensión y entre quinientos y mil metros de ancho, dependiendo del segmento en donde estemos y la época del año (en invierno, el nivel del agua sube). La carencia de puentes que unan dos departamentos con producciones importantes de arroz, azúcar, madera, ganado y petróleo es otra de las muestras del subdesarrollo colombiano y del atraso de las regiones más alejadas del centro geográfico y político del país. Estábamos a sólo 450 kilómetros de Bogotá, pero a años —sino décadas— de transformación económica. Aunque permanecíamos en Colombia, este era un país distinto al que habitamos en nuestro día a día.
Algo que me fascina de los pueblos de la Orinoquía colombiana es que sus murales hablan del territorio. En 2022, la observación de un mural con escenas protagonizadas por delfines rosados, correrías de ganado y pesca en río me hicieron caer en la cuenta de que no había visto nada de eso en mi viaje citadino y me empujó a emprender una de las aventuras más fascinantes que he hecho durante la experiencia nómada digital: recorrer los más de 800 kilómetros navegables del río Meta en lanchas de pasajeros (“Zonas de difícil conexión”). En este viaje, a pocos kilómetros del desvió en la Ruta 40 hacia Carimagua, decidimos detenernos en San Pedro de Arimena para ver si, en caso de ser necesario, valía la pena volver allí y pasar la noche. Encontramos un pueblo acogedor en cuya tienda y tejo principal había representaciones del imaginario de los Llanos Orientales que tenemos en el centro del país: ganado, caballos y vaqueros; venados, chigüiros y gabanes; atardeceres naranjas con soles redondos que se ocultan en el horizonte entre palmas de moriche y ríos caudalosos. Porque los Llanos son tierras planas y extensas, es verdad, pero también son mucha agua en forma de ríos, caños, lagunas, humedales y sabanas inundables. Navegar ríos y caños fue una de nuestras excusas para visitar Puerto López, Puerto Gaitán, Orocué y San Luis de Palenque. Ya lo había hecho antes, lo hice de nuevo y lo volvería a hacer en el futuro. La navegación de aguas dulces y saladas me genera tranquilidad, y es uno de mis planes favoritos cuando visito territorios naturales.
El trazado circular de la ruta tuvo otro aspecto especial: en el trayecto de ida atravesamos tierras planas de la Orinoquía y en el de retorno, el piedemonte llanero y montañas elevadas de los Andes. La Cordillera Oriental que dejamos atrás el primer día volvió a aparecer cuando nos acercamos a Pore, en el penúltimo día de viaje. A las afueras de Yopal, rumbo al occidente, las montañas se volvieron más imponentes y empezamos a ascenderlas en el regreso a casa. En Tauramena ya habíamos dejado el Llano atrás y en San Luis de Gaceno ya estábamos en la región Andina. La cima de la Cordillera la alcanzamos en El Sisga a 2.600 metros sobre el nivel del mar, dos mil doscientos metros más arriba de donde habíamos amanecido esa mañana. En menos de seis horas, pasamos de un calor llanero de 33°C a un frío montañoso de menos de 18°C. En total, en los ocho días de viaje recorrimos 1.400 kilómetros.

Percibo el road trip de Semana Santa como mi retorno a los viajes, la escritura y la fotografía —mi amada triada—, luego de una pausa de un mes y medio debido a compromisos laborales y una pérdida familiar. También fue la excusa para pasar más tiempo con Juan Camilo y estrechar los lazos de una amistad que sigue viva aunque no tenga la intensidad de antes. Todo tiempo compartido es una fuente de contagio y él me ha “contaminado” con la fiebre de los viajes por carretera. Ya veremos cómo evoluciona esta “enfermedad”.

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