A mediados de 2019, tomé la decisión de dejar de quejarme por los kilos de más y pedí una cita donde la nutricionista. Ella diseñó un plan de alimentación que revisaba cada dos semanas y que, en cuatro meses, me ayudó a pasar de 86,6 kg a 82,3 kg, un peso con el que me sentía bastante cómodo conmigo mismo. La nutricionista, sin embargo, quería que perdiera dos o tres kilos más para lograr el peso “ideal” que indicaban sus cálculos. A mí me pareció demasiado, pues mi cuerpo ya no estaba respondiendo igual al plan alimentario y además significaba estar por debajo del peso que tenía cuando estaba “flaco”.
Recuerdo la dieta como un proceso relativamente fácil de llevar, gracias a la determinación con la que lo asumí y los resultados que empezaron a verse desde el primer control. Más que una restricción alimentaria, la nutricionista me invitó a comer mejor. Entre sus recomendaciones estaba acompañar las comidas con agua, abstenerme de las sopas, comer frutos secos entre comidas, bajarle al trago y, muy importante, tomar batidos desintoxicantes de frutas y verduras.
Mantuve el peso controlado durante los siguientes meses, incluso cuando llegaron los confinamientos reiterados de la pandemia. En ese entonces, conservaba las pautas de alimentación que había diseñado la nutricionista y mantenía la rutina de caminatas diarias de una hora por los alrededores del barrio de Montería, en Córdoba, donde pasé los meses más críticos del Covid-19.
Las cosas cambiaron a partir de agosto de 2020 con la llegada de un trabajo que salvó mi año financiero, pero me quitó la calma y el control del tiempo. Durante dos o tres meses trabajé por diez o doce horas al día, bajo mucha presión y estrés, y rompí mis hábitos de alimentación y actividad física.
Balance de peso a fin de año: 86,5 kg…
Aunque el nomadismo digital que inicié en febrero de 2021 me ayudó a alcanzar niveles inusitados de satisfacción con la vida, me pasó factura en la báscula: ese año subí continuamente de peso, hasta llegar a 92,4 kg en diciembre, mi (anti) récord personal. Esto me puso en una situación contradictoria conmigo mismo, pues me sentía una chimba por lo que estaba haciendo y al mismo tiempo un gordito que había perdido su atractivo físico.
En mi cabeza, el sobrepeso era un precio que —me gustara o no— tenía que pagar por estar en continuo movimiento; para mí, el asunto era muy claro: subo de peso —me decía— porque para un nómada digital es muy difícil mantener hábitos saludables de vida, como la alimentación sana y la actividad física regular. No todo destino ofrece la comida que uno quiere y el movimiento continuo rompe las rutinas construidas en cada lugar.
A lo anterior hay que sumarle que en ese primer año pasé mucho tiempo alojado en hoteles sin nevera ni cocina, de manera que no podía preparar comidas ni conservar alimentos frescos, y estuve expuesto a las irresistibles tentaciones gastronómicas y fiesteras de la Costa Caribe colombiana.
También debo aceptar que, con los años, se me ha hecho más difícil bajar de peso. Cuando era más joven, lo que subía en una semana, lo bajaba en la siguiente, si cerraba el pico y hacía ejercicio. Ahora no es así de fácil.
En 2022 y 2023 mi peso fluctuó varias veces entre 92,8 kg y 88,7 kg.
En el segundo semestre de 2023, la explicación con la que me mantenía en un estado de aceptación resignada se empezó a resquebrajar. Si bien había permanecido casi todo ese tiempo en Bogotá, en vez de bajar o controlar el peso, recuperé lo que meses atrás había perdido en la Amazonia e incluso gané unos kilos. Así que el movimiento continuo y el cambio permanente de rutinas no era la explicación fundamental.
Tenía que haber algo más, pero no veía qué era.
Aquí debo decir que me precio de ser una persona que come bastante bien. Me gustan las frutas, las verduras y los granos. Evito comer carnes en las mañanas y en las noches, y en el almuerzo las prefiero en salsa. Muy rara vez como fritos o postres, y trato de servirme un solo carbohidrato por comida. Además, procuro que los platos sean balanceados e ingiero alimentos “saludables” entre comidas, cuando me da hambre.
Entonces, ¿qué estaba pasando?
La respuesta la intuí a finales del año pasado y la confirmé en el viaje costeño de desconexión que hice en enero: ansiedad.
Sí: la ansiedad es la que me ha hecho engordar y la que me ha impedido bajar de peso durante estos años.
Siempre he sido ansioso, pero había aprendido a controlar la emoción, hasta que inicié la vida nómada…
El nomadismo digital me ha hecho enfrentar retos durísimos, como trabajar en labores que antes no ejercía, abrazar la incertidumbre vital que antes no tenía y verme sometido a una fluctuación de ingresos completamente inédita para mí (la lista podría seguir alargándose).
Ahora es claro que todos esos retos me han puesto más ansioso de lo aceptable y me han llevado a comer y a beber más de la cuenta.
La respuesta siempre estuvo ahí, pero fui ciego a ella.
El yagé también ha sido clave en este proceso de identificación de la ansiedad como un problema.
La preparación para las tomas de medicina ancestral me hicieron ver que podía comer mucho mejor y mucho menos. Durante esas cuatro semanas —e inspirado también en viajeros con quienes compartí el hostal en Mocoa, Putumayo—, cociné más, aumenté las porciones de frutas y verduras, y rebajé la ingesta de carnes. El alcohol lo llevé prácticamente a cero, al igual que los embutidos y los enlatados. Opté más bien por lo fresco y natural.
Este proceso me llevó a confrontarme a mí mismo y decirme cómo vas a estar muerto del hambre a las cinco de la tarde, si desayunaste y almorzaste rebien, o lo que te sirvieron es más que suficiente: no es necesario pedir más granos o ensalada. Existen pensamientos, emociones y sensaciones ansiosas que debemos aprender a identificar y parar a tiempo.
La tranquilidad que me regaló el yagé me hizo tomar consciencia de que había naturalizado el estado de ansiedad permanente y que ese era uno de los desequilibrios que más estaban afectando mi salud mental. Había olvidado lo que se sentía estar sin ansiedad, en paz, y fue maravilloso que la enredadera del alma me lo recordara durante las tomas.
Desde mitad de enero pasado estoy súper comprometido con la pérdida de peso y el cuidado de mi salud mental. Desde entonces, he bajado seis kilos y medio, dos de los cuales los perdí en Mocoa. Ya estoy en 86,5 kg, el punto donde inició esta historia. La diferencia es que ahora sé cómo salir del círculo vicioso en el que estaba atrapado.
Este proceso no habría sido posible si no hubiera tocado fondo en la subida de peso y la inestabilidad emocional, si no hubiera tenido amigos que me señalaran lo que estaba pasando y, desde luego, si el yagé no me hubiera invitado a experimentar con él.
A todos ellos, gracias.
Te puede interesar: El balance de la vida nómada que escribí cuando cumplí seis meses de serlo y el que escribí al cumplir el primer año. El primero lo cierro con los principales retos (que incluye el aumento de peso) y el segundo, con mitos y verdades sobre los nómadas digitales. También te puede interesar “La enredadera del alma”, en donde comparto reflexiones de mis primeras experiencias con el yagé.
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Me ha gustado mucho el post, Óscar. También soy de esas personas que sube y baja de peso con relativa facilidad, pero más de lo que me gustaría. Y me ha parecido interesantísimo cómo relacionas la vida nómada con el estrés, y este con la subida descontrolada de peso. Tienes un nuevo seguidor.
Si te interesa, hablo en mi newsletter (entre otros temas), sobre trabajo por cuenta ajena, y de hecho tengo pendiente hablar sobre nomadismo.
Un abrazo, nos leemos.
Edu.
Gracias por compartir esto. Este tema siempre me interpela. Creo que lo màs difîcil siempre es escuchar al cuerpo, aunque suene clichè. Un abrazo