Me voy pal’ llano
Quiero cruza’ sus calcetas, sus montes, sus sabanetas
Esteros reverdecidos
Y sobre el lienzo tendido, del viejo cajón del Pauto
Recordarme de muchacho, parrandero y divertio’
Enero es mi momento de vacaciones. El mes en el que más tiempo le dedico al viaje dentro del viaje continuo que es la vida nómada.
Gracias a mi trabajo flexible, el mes de vacaciones podría ser otro —marzo, mayo o diciembre, por ejemplo— pero me gusta que sea este, el primero del año. Así puedo pasar la página acabada, renovar energías, apostar por mejores vientos.
Este enero lo estoy dedicando a recorrer el Casanare, tierra de vacas, caballos y gente con sombrero. Un departamento de los Llanos Orientales de Colombia dedicado a la producción de ganado, arroz y petróleo. Una tierra que limita con la del Vichada, el departamento que alberga el parque nacional del que les hablé hace quince días, El Tuparro.
“Si va a los llanos, tiene que ir a un hato ganadero”, me dijeron mis amigos del interior antes de arrancar.
“Aquí lo más chévere es ir a los hatos”, me dijo una chica de Yopal, la capital de Casanare, cuando le pedí recomendaciones para el viaje.
Si lo dicen los de afuera y los adentro, pensé, debo ir a un hato.
Pero, tres semanas después, no he ido. Y tampoco iré en los días que me quedan por aquí.
¿Significa eso que perdí el tiempo? ¿Que no viajé por Casanare? ¿Hubiera ido mejor a otro lado?
No, no lo veo así.
Significa que he viajado distinto. O eso creo.
En Casanare hay coleadores de talla
de los que tumban toros de cuarenta arrobas
En Casanare hay un horizonte abierto
santuario inmenso lleno de fauna y de flora
Es Casanare entre los llanos mi llano
donde cuerea el orejano y los caballos se forman
Ir a un hato debe ser un gran plan, de eso no hay duda.
El hato es una gran extensión de tierra —a veces miles de hectáreas— dedicada principalmente a la cría y el manejo de ganado. Para el turismo, ofrece la posibilidad de hacer una inmersión profunda y fugaz en la cultura llanera; ofrece, por ejemplo, dormir en la naturaleza, cabalgar la sabana, arriar vacas, avistar aves, participar en un safari nocturno, comer ternera a la llanera.
Estar en un hato suele ser un plan de uno, dos o tres días, principalmente por una razón: plata. El hato hace parte de los planes de ecoturismo de más o menos alto presupuesto y es una experiencia poco común entre los viajeros nacionales y extranjeros. Los llanos, y en especial Casanare, no son uno de los destinos más populares del país, a pesar de que son bastante únicos y están relativamente cerca de Bogotá (Yopal a siete u ocho horas por tierra y Villavicencio, la llamada “capital del llano”, a tan solo dos o tres. También hay vuelos frecuentes).
El punto es que sí, ir a un hato debe ser algo fascinante, incluso memorable, pero no es lo único que hay para hacer en Casanare. Con esa premisa —bastante obvia, por cierto— recorrí algunos municipios del departamento. Yopal, Pore, Paz de Aripo, San Luis de Palenque y, a partir de esta tarde, Orocué.
Déjenme que vaya y venga que en los tiros me acomodo,
Cuando quiero cantar canto cuando quiero llorar lloro,
Si no tengo quien me quiera al cabo me quiero solo
Mañana me voy pa’ Pore después pa’ Paz de Ariporo.
Desde hace un tiempo me he venido preguntando cómo viaja un viajero. ¿Cómo decide qué hacer? ¿A dónde ir? ¿Cómo desplazarse de un lugar a otro?
Desde hace un tiempo noto ligeros cambios en la forma en la que viajo. Cada vez me interesa menos, por ejemplo, hacer todas las cosas que “hay” que hacer en un lugar. Cada vez marco menos recomendaciones de los listados de Tripadvisor.
¿Por qué debería ir al parque acuático, si no me gusta bañarme en una piscina pública? ¿Por qué debería ir al zoológico, si me duele ver a los animales presos? ¿Por qué debería ir al mirador con la estructura de corazón para las selfies, si no me interesa ese tipo de fotos? ¿Acaso para marcar el lugar como visitado? ¿Acaso para sentir que aproveché la visita?
Desde hace un tiempo me interesa habitar los lugares que visito. Tratar de vivir allí como lo haría un residente, aunque mi paso sea fugaz (cuatro o cinco días en este viaje; hasta una, dos o tres semanas en otros). Identificar en dónde comprar el jugo de naranja, el salpicón de frutas y el café americano. Dónde sirven el mejor caldo de costilla y la mejor carne a la llanera. Ir al parque central a sacar plata en el cajero y de paso sentarme en una de sus bancas a leer un libro. Comprar repelente en la farmacia y galletas en la panadería. Averiguar cuál bus lleva al pueblito de al lado y en cuál río es el sancocho del domingo. Trabajar en las mañanas y salir a disfrutar en las tardes. Dormir la siesta mientras pasa el sol paralizante. Caminar por el malecón al atardecer. Tomarme una cerveza frente al río. Tararear el coro de un joropo bien movidito.
Si el cielo es un paraíso
Tendrá invierno y verano
Tendrá un brisote en febrero
Tendrá chubascos en mayo
Tendrá pitidos de toros
Y relinchos de caballo
Tendrá palmas, horizontes
Sendero y caminos largos
Gracias a mi idea de habitar Casanare, mi visión del llano se ha ampliado.
Casanare para mí sigue siendo sabanas extensas, caballos recios, vacas nobles, chigüiros en un río, atardeceres tranquilos y ternera asada, claro, pero también mucho más.
Casanare son garzas, gabanes y alcaravanes, tiranitas, tijeretas y torcazas. Iguanas, babillas y tortugas. Osos palmeros en tierra y monos aulladores en árboles. Ríos, lagos y cascadas. Morichales, bosques de galería y tierras inundables. Hayacas, pan de arroz y cazuela de amarillo. Lunas rojas y soles naranjas. Sombrero, lazo y cotiza. Joropo, contrapunteo y baile zapatiao’. La vorágine y Doña Bárbara. Árboles bailando con la brisa de verano, luz filtrándose entre las ramas, pájaros retornado a casa a las cinco de la tarde.
Tenía pendiente escuchar con atención las letras del joropo. Sentarme frente a un río, cerveza fría en mano, y escuchar los cantos de amor de los vaqueros y vaqueras a su tierra, su gente, sus animales, sus costumbres. Y esta vez lo hice. Me conecté de forma especial con el Cholo Valderrama, no solo porque es uno de los mejores y más conocidos exponentes del género, tan colombiano como venezolano, sino porque en este viaje me enteré que él creció en Casanare, a orillas del Pauto en San Luis de Palenque, y su música le canta mucho al Casanare. Las citas textuales del texto anterior son fragmentos de sus canciones; en orden de aparición, “Me voy pal’ llano”, “Mi Casanare”, “Mañana me voy pa’ Pore” y, mi favorita, “Si el cielo es un paraíso”. Conozcan su arte:
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