Testimonio y fotos de Joan Manel Monterde.
Entrevista y composición del relato de Óscar Iván Pérez H.
Joan ha perdido sus gafas. Las ha buscado en su habitación y en las zonas comunes del hostal, pero no las encuentra. “¿Tú las has visto?”, me pregunta. Le digo que sí, que las vi por la mañana en la barra de la cocina, pero luego me percato de que no estoy seguro si fue hoy o ayer. Los días felices en Mocoa se parecen tanto que uno termina por perder la noción del tiempo.
En el último recuerdo que tiene de sus gafas, está montando bicicleta y las tiene sostenidas en la cabeza. En el bolsillo del pantalón está ahora la banda con que se protege del sol, pero no las gafas. “¿Será que las boté al quitarme la prenda?”. Sería una lástima que justo aquí, en la puerta de la selva amazónica que lo tiene fascinado, Joan perdiera las gafas que conservó en los más de cinco años que lleva recorriendo Sudamérica.
El viaje que empezó en agosto de 2018 lo ha llevado a pedalear por Uruguay, Argentina, Paraguay, Chile, Perú, Ecuador y ahora el sur de Colombia. “Yo creo que me voy a quedar más de un año en ese país”, me dice, dando voz a la intuición, pues él sabe que la Amazonia colombiana es hermosa, pero que le falta conocer los otros países increíbles que conforman Colombia.
Fascinado por el café local que preparo en la cafetera italiana que llevo conmigo, Joan me habla de los primeros viajes en bicicleta que hizo con dos amigos. Fueron recorridos por Cataluña —de donde es—, el resto de España, Europa y algunos países de Asia como India, Laos y Vietnam. “Pero este viaje es distinto”. Y sí que lo es, pues esta vez no tiene compañía y no hay fecha de regreso.
El Joan Manel Monterde de antes era profesor de música y fotógrafo aficionado. El de ahora solventa el viaje con los trabajos de fotografía y video que hace en cada parada a cambio de dinero o trueque. Si yo soy un nómada digital sin campervan, él es un nómada analógico en bicicleta.
Un par de días después de la pérdida, las gafas aparecen. “¡Las tenía en el cuarto!”, dice, y no entiende cómo no las vio antes. Es una suerte que hayan aparecido, pues eso implica el ahorro de un gasto importante y el alivio de poder permanecer más tiempo en Mocoa.
Yo arranqué en Uruguay, en Montevideo, con la bicicleta, y de ahí empieza un viaje que es iniciativo porque, aunque había viajado por otros lados, no lo había hecho de esta forma nómada. Entonces temblaban las piernas (risas). Estaba muy inestable en ese estadio inicial por no saber cómo iba a ir. En ese momento sí tenía dinero porque vendí mi casa, pero luego vino el fisco y se llevó todo y me quedé sin nada… (risas) Y dije “que pase lo que tiene que pasar” y vivo en tranquilidad. Y me encontré con gente en el inicio del viaje que me hizo ver que tenía que disfrutar del vértigo que representaba eso, o sea, si sales del confort y te confrontas en ese precipicio de no saber qué va a pasar, tienes que vivir ese vértigo, y eso es lo que en el fondo me dio tranquilidad. Al principio pensé que eso de vivir el vértigo no debía ser muy agradable (risas), pero sí me dio un estadio de fortaleza que hizo que reconectara, que me diera una paz, que me llevó incluso en lo físico a estar en un estadio poderoso, te lo digo con honestidad, yo noté físicamente que se conectaban los dos hemisferios del cerebro, te lo juro, es como una vibración que iba de un lado a otro y que yo nunca había sentido. Es ese salir del espacio de confort con algo que no conoces, pero que sabes que va a ser extraordinario, para bien o para mal.
Justo cuando me iba para Uruguay no estaba trabajando con la música ni la fotografía; sí estaba trabajando en una empresa y renuncié. Vendí mi casa, vendí mis cosas, vendí mi coche. Me compré la cámara y la bicicleta. Eso fue meditado, claro, pero fue también algo como de “lo hago ya o no lo hago”, porque también era un remanente que estaba ahí. Entonces quería vivirlo y esa fue la decisión que tomé. En realidad sencillo no fue, porque fue un cambio muy importante. Me acuerdo que en el avión me pasé llorando todo el trayecto, porque dejaba gente atrás, dejaba amigos, dejaba mi padre. No tengo esposa, no tengo hijos, pero sí había gente importante —y hay gente importante—, con quien me comunico, o sea, tampoco es que me aislé… El viaje se produce en términos de necesidad de explorar; yo necesitaba conocer, necesitaba hacer fotografías que no podría hacer jamás en un viaje de un mes, necesitaba conocer las culturas desde el lugar y necesitaba detenerme. Entonces me lancé.
Cuando arranco con la bici —me tardo una hora y media alistándome (risas)—, simplemente salgo… Y el tiempo transcurre viendo el territorio, viendo dónde estoy y disfrutando del trayecto. Cuando ya han llegado las cuatro de la tarde, ya sé que tengo que buscar un lugar para poner la carpa, porque más tarde se complica. Y ahí busco un lugar seguro. Lo hago de forma muy independiente, es decir, hay espacios donde te recomiendan, grupos de WhatsApp, grupos de viajeros, pero yo apuesto mucho por ser autónomo en eso, porque a veces las historias salen donde la gente no ha ido antes… A mí me ayudó mucho improvisar, porque llegas a espacios a los que no tendrías oportunidad si solo vas donde ya están acostumbrados a recibir carpa. Entonces busco espacios que pueden ser el patio de la casa de Manuela que me vio y me dio un vaso de agua y charlando con ella me ofreció acampar en su jardín y ahí ya se genera una historia. Y a lo mejor ahí me quedo tres días, porque me invitó a quedarme. A veces también voy a los bomberos, porque es un espacio donde va mucho ciclista y te dejan acampar, a veces me quedo detrás de una gasolinera, a veces es en plena montaña perdido en mitad de la nada, que también es lo que más disfruto, esos espacios naturales. Entonces yo compagino los dos espacios, o sea, yo estoy mucho con las personas, pero necesito también transcurrir mucho por naturaleza y estar solo en la naturaleza.
Ir en bicicleta es casi como hacer yoga, porque entras en meditación, estás contigo mismo, estás escuchando tu cuerpo, estás pilas todo el tiempo con lo que está pasando a tu alrededor. Y es un medio que me gustó mucho, porque vas suficientemente de prisa para hacer largas distancias y suficientemente lento para estar en el lugar, parar en un pueblito y hablar con la gente.
Soy un nómada analógico —nos hemos inventado este término los dos (risas)—, pero no voy con la cámara analógica, eso me ahorra los carretes que debería cargar (risas), que sí me pasó en los inicios del viaje que te he contado por España, hace como 20 años, iba con la cámara analógica y cargaba todos los rollos y los mandaba a revelar en Barcelona… Yo llevo seis alforjas. Normalmente se llevan cuatro, pero yo llevo una rueda extra, que es de una empresa de Polonia que me auspicia. Entonces en el equipaje llevo un despacho que sería la compu, todo el material para trabajar con la edición de las fotos, cables y toda esta cuestión. Tarjetas, cargadores, y luego al ladito de la rueda delantera llevo cocina que da la independencia de estar en cualquier lugar y acampar, y eso te ahorra mucho dinero también… En otra alforja llevo material de repuestos, llevo repuestos de todo tipo, tornillos, cosas así. Eso lo combino con otros accesorios de la cámara que también están ocupando ese espacio. En la otra alforja llevo la ropa, todo esa va en la parrilla de atrás, llevo la carpa que va con la ropa de abrigo, porque también cruzo espacios como los Andes que a veces se necesita y luego atrás llevo el saco de dormir. Y sí, amigos, llevo una una silla plegable que me va muy bien para acampar y trabajar sentado, ese es uno de los lujos que cargo (risas).
Una vez pesé la bicicleta en una carga de camiones, para jugar y reírnos con los obreros del camión, y pesó 83-84 kilos. La bicicleta y el equipaje. Ahora ya he soltado lastre. Si podéis viajar sin tantas cosas, mejor. Sola la cicla pesa 14 kg, porque es de hierro. El hierro es pesado, claro, pero es más fácil de soldar. Así los problemas los puedo solucionar en cualquier pueblito. También los componentes de la bicicleta pretenden ser compatibles con recambios disponibles aquí en América.
Como fotógrafo, tenía la herramienta. Yo sabía trabajar en espacios de turismo donde podía desarrollar vídeos o publicidad para el negocio. Pero era algo que yo no había hecho nunca y no sabía cómo iba a ser el feedback. Entonces sí es como un encuentro distinto con la rama profesional… Como fotógrafo documental, estos encuentros son interesantes porque, aparte de trabajar, estoy en el territorio, así que son dos cosas que lidian… Esos encuentros de trabajo pueden ser por dinero o trueque. Eso viene del aprendizaje inicial en Uruguay. Pero también he trabajado con la Federación de turismo comunitario indígena de Ecuador donde no había tanta rotación de dinero, pero sí había mucho trueque con las comunidades, lo que me daba la oportunidad de conocer el territorio. En cada país es distinto.
Claro que no soy el mismo… ¡Nadie es el mismo de ayer!, pero hay una transformación en esa comprensión quizá de uno mismo también en relación a lo que uno está observando y absorbiendo… Lo que vendría a ser el Joan de hoy es esa comprensión más universal de quiénes somos, quién es el otro, qué es el ello, ¿no? Y en esa deconstrucción del modelo occidental que nos enseñaron en Europa… donde nosotros estamos en el centro. Como fotógrafo documentalista, al escuchar —más que al hacer fotografía, porque a veces no saco la cámara cuando llego a los espacios, a veces estoy semanas sin sacar cámara, por eso paso tanto tiempo en los lugares (risas), entre otras cosas—, en ese escuchar y en ese aprender y en ese empaparse, como la esponja que es un niño, desaprendes mucho y en ese desaprendizaje uno construye otro espacio interno que le hace proyectarse de otra forma al mundo. Eso yo no lo podía hacer en Barcelona, ese encuentro con el otro no se da de la misma forma, aunque viajes… Esos viajes de un mes, no te dan tiempo para eso. Entonces quizá en mi caso también la transformación venga de conectar los pensamientos con el sentir de las cosas. Es aquí en América donde yo me doy cuenta que las cosmo existencias tienen que ver con la comunidad, y no quiero idealizar la comunidad —porque también hay muchas dinámicas que son perturbadoras—, pero en esa idea de la reciprocidad y complementariedad de la filosofía andina, por ejemplo, uno está en constante —insisto— desaprendizaje y eso me parece muy interesante plasmarlo en los trabajos documentales que hago.
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¿En dónde ando?
Hoy les escribo desde Puerto Inírida, tierra de muchas aguas, en el oriente colombiano cerca de las fronteras con Venezuela y Brasil. Me vine a continuar el viaje por la Amazonia y a seguir recorriendo los pasos de Humboldt. Estén pendientes del mail porque se vienen cosas muuuy interesantes.
Emocionado,
Óscar Iván
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Guau, gracias por compartir esta entrevista y a Joan. Su historia es fascinante! Resonamos especialmente con lo de que en un mes de viaje no puedes hacer las mismas fotografías o contar las mismas historias que estando allí, empapándote del lugar y de su gente, siendo tocado por él. Debe de ser como la diferencia entre apuntar la cámara desde fuera, como extraño que no comparte la realidad del lugar, y apuntar desde dentro, con la mirada que el indígena y el lugareño tienen de su propia vida. Gracias!! 💜
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