“Saber morir también es saber vivir”
El arte de partir con lucidez y dignidad de Tatiana Andia

No fui amigo de Tatiana Andia. Nunca fui su confidente, ni su consejero, ni su compañero de viaje. Sí tuve la oportunidad de conversar con ella en una cena larga. Debía ser 2014 ó 2015 cuando un gran amigo me puso en contacto con Tatiana para que me asesorara en mis planes de estudios doctorales en el exterior. En ese entonces, ella cursaba un doctorado en sociología y antes había hecho pregrados en economía e historia y una maestría en desarrollo. Nuestros intereses disciplinares parecían calcados. La recuerdo como una persona risueña, generosa con su conocimiento y muy apasionada por lo que hacía.
Unos años después, gracias a su trabajo en la política farmacéutica y el acceso a medicamentos en el Ministerio de Salud, empecé a ver crecer la figura de Tatiana en medios de comunicación. Se habló mucho en el país de la regulación de los precios de los medicamentos que impulsó junto al ministro de salud, Alejandro Gaviria, otro académico proveniente —como ella— de la Universidad de los Andes. Así describió Tatiana su proyecto profesional: “Sin un plan premeditado, pero con convencimiento, he dedicado toda mi vida adulta a entender y a tratar de eliminar las barreras que impiden que personas padeciendo enfermedades como el VIH, o el cáncer, accedan a los tratamientos que necesitan. Barreras como los altos precios, la propiedad intelectual, los deficientes sistemas de salud o la franca avaricia de unos pocos” (Transformar mi realidad).
El sector salud siempre fue parte de su vida. Su padre es médico y su madre trabajó en laboratorios farmacéuticos. Gran parte de sus años de colegio transcurrieron en el carro que su padre había adecuado para hacer consultas médicas domiciliarias. Ella lo describe como un médico de los de antes, de esos que conocían la historia clínica de los hijos, los padres y abuelos, un “doctor Chapatín” que ya no existe. La medicina fue tan importante para Tatiana que incluso pensó en estudiarla a nivel profesional, pero, llegado el momento de tomar la decisión definitiva, optó por la economía (“Saber morir, saber vivir”). A pesar de ello, el sector salud siguió en su mira, en sus pasiones de investigación académica y apuestas como hacedora de política pública, sin intuir que más adelante, cuando la vida le pusiera la bata de paciente, iba a ser beneficiaria de la regulación de los precios por la que trabajó en el Ministerio.
El 20 de septiembre de 2023, Tatiana empezó a publicar una serie de relatos sobre la enfermedad, la muerte y el sistema de salud inspirados por su condición de enferma terminal. Unos meses antes, un intenso dolor de espalda la llevó al médico y eso derivó en un diagnóstico fatal: “Cáncer de pulmón metastásico (y ya considerablemente metastatizado) de células no-pequeñas” (Biografía e Historia). Además, un cáncer incurable, apenas tratable; uno que ataca con especial ahínco a mujeres jóvenes, hayan sido fumadoras o no. Leer en orden los dieciocho textos de la serie nos muestra la rápida evolución de la enfermedad y el florecimiento de la sabiduría de Tatiana en asuntos del buen vivir y el buen morir. En los primeros textos, habla con un lenguaje a veces técnico la académica, la persona interesada en vincular la historia personal con la historia social; más adelante, la académica es relevada por la persona sensible y nos regala unos textos hermosos en los que relata su camino hacia la muerte y nos habla de ella a través de la relación que ha tenido con las personas más importantes de su vida: padres, hermanos, sobrinos, primos, parejas, exparejas, amigos, compañeros de trabajo, estudiantes.
En el último año y medio, Tatiana se destacó en el país como una mujer valiente que puso al buen vivir —así sea corto— por encima del alargue de la vida a cualquier costo. Desde que conoció el diagnóstico, trazó dos líneas rojas: no quimioterapia, no operación de cráneo. Se negó a ello porque, de acuerdo con su cálculo de probabilidades, no valía la pena hacerlo. Su cáncer de pulmón era incurable y los procedimientos podían afectar la calidad de vida que gozaba en los primeros meses del diagnóstico. Sí optó por seguir un tratamiento menos intrusivo que le obligaba a tomar, todos los días, una o dos pastillas carísimas pero subsidiadas por el Estado. El tratamiento le sirvió, hasta que unos meses después se complicó la metástasis en el cerebro, la cadera y la pelvis, y empezó a perder la vista en un ojo y la movilidad en dos de sus extremidades. En la recta final, Tatiana cayó en lo que denominó “la bolsa, la caja, la escafandra”, la sensación de estar atrapada en un cuerpo que deja de responder, aunque la mente siga igual de lúcida. O más (Las líneas grises).
El diagnóstico de su enfermedad terminal la llevó a reordenar las prioridades de la vida cotidiana. “Casi sin distinción a lo que ocurrió en los primeros meses del Covid [una experiencia que Tatiana compara con la de padecer cáncer], me he dedicado a mí y a mis más cercanos, he evitado las relaciones dolorosas, he evitado las actividades que agregan poco valor y he maximizado todas aquellas que me producen felicidad y gratificación” (Crisis y cambio social).
Con el paso de los meses, su vida de profesora se convirtió en una vida de enferma en la que ya no primaban las clases, las reuniones y las calificaciones, sino las citas médicas, los exámenes y la incertidumbre sobre la evolución del cáncer. “En la enfermedad, el tiempo social también se suspende. Nunca se sabe qué día de la semana o del mes es. Solo que el resto de la humanidad sigue y, por lo tanto, la angustia por la pérdida de referentes temporales ya no es compartida sino solitaria” (Mi calendario). El tiempo se le redujo a la unidad mínima, el día, y el día se tornó en “lo que ocurre entre la pastilla de las 8 am y la de las 8 pm”.
Los textos de la serie sin nombre nos muestran a una Tatiana comprometida con la vida feliz. Un compromiso que cumple a pesar de la enfermedad, pero con límites bien demarcados. Siempre tuvo claro que su vida debería llegar hasta el momento en que la respuesta a la pregunta “¿para qué vivir otro día?” dejara de ser satisfactoria. En sus últimos días, la situación se había tornado demasiado complicada. Su independencia se había perdido. No podía comer sola, ni ir al baño, ni vestirse. La escafandra que habitaba había crecido como un castillo laberíntico del que no había salida. Así que tuvo que ponerle fin al sufrimiento propio y de sus seres allegados. “He tenido la mejor calidad de vida posible por un tiempo no despreciable, por corto que parezca. En este tiempo (poco menos de un año desde el diagnóstico inicial) he sido feliz” (Las líneas rojas y las despedidas).
¿Qué la mantuvo aferrada a la vida ante el recrudecimiento de la enfermedad? Tatiana lo tenía claro: las relaciones sociales significativas y la reflexión en sus textos y conversaciones. Sobre la primera dice: “Reconfirmé, entonces, que las relaciones o las redes sociales, desde las más íntimas, hasta las más lejanas, son cruciales. Me reconecté con amigos de infancia y de muchas etapas de la vida. Esas relaciones son las que me han mantenido viva” (Las líneas grises). Y sobre lo segundo: “Cada vez siento más miedo de perder la capacidad y el deseo de pensar y compartir mis ideas. Siento que eso es lo único que me ata a la vida, la curiosidad y el ímpetu de compartir mis pensamientos con otros” (Ibidem).
Tatiana asumió su enfermedad como otro de sus proyectos académicos y se convirtió en su objeto de estudio. Sus reflexiones en el portal Razón Pública primero y el periódico El Espectador después son el diario público de una autoetnografía que indaga por la condición de paciente de cáncer en un país no desarrollado. Algunas chispas de alegría y orgullo se ven en sus notas al reconocer que el sistema de salud de Colombia, a pesar de todo, no es tan malo. Unos años atrás, su antiguo jefe en el Ministerio de Salud, Alejandro Gaviria, había comprobado algo parecido cuando también sufrió de cáncer. ¿Cuál es la probabilidad de que dos amigos y expertos jóvenes en salud padezcan el llamado “emperador de todos los males”? A veces la vida nos entrega el premio gordo de una lotería de la que no queremos ser ganadores.
La muerte ha sido un tema que, sin buscarlo, me ha llegado a través de lecturas recientes. La primera fue Antes que nada, la extensa autobiografía de Martín Caparrós en la que repasa los eventos personales y profesionales más significativos de su vida antes de que llegue la nada que está acelerando la enfermedad degenerativa que padece. Enfrentarse a la muerte y aceptar el punto final volvió a salir en Lecciones de epicureísmo, de John Sellars, un libro del que les hablé hace dos semanas. Según esta escuela, el miedo a la muerte es uno de los factores de ansiedad que nos impide vivir con plenitud, pero una vez aceptamos que la muerte es el fin de todo, la última estación, podemos quitarnos ese peso de encima y andar más ligeros por la vida. En el siguiente libro que leí de Sellars, Lecciones de estoicismo, se exponen otros principios para el buen vivir como la aceptación sin peros de lo que nos traiga la vida (incluso si es una enfermedad terminal), el control de las emociones negativas para que no cause estragos en nosotros ni el resto (aunque seamos conscientes de que se ha acelerado nuestro viaje hacia la muerte) y la valoración del tiempo presente como el único que en verdad tenemos (hoy estamos bien y mañana podemos tener en nuestras manos el diagnóstico de un cáncer incurable). Veo mucho estoicismo en la manera como Tatiana asumió el trayecto final hacia la muerte y creo que, si no hubiera hecho estas lecturas, habría dejado pasar su historia como la muerte de alguien más de quien pude ser amigo pero no lo fui. Eso hubiera sido una lástima, pues las lecturas y su historia me han hecho partidario de una tesis que no tenía tan presente: saber morir también es saber vivir.
Agotada por la enfermedad, a sus 46 años, Tatiana puso fin a su vida a través de la eutanasia. Sucedió el pasado 26 de febrero. “Se acabó la fiesta, justamente porque dejó de ser una fiesta y se convirtió en un suplicio. Y no tengo que demostrarle a nadie cuánto sufro. No es menester que la gente vea que, incluso en mi decaída, sigo con el balón en la mano. Simplemente, se acabó la fiesta. Me apagaron la música. Me retiro con dignidad” (Se acabó la fiesta). Apoyo totalmente la decisión de Tatiana. De hecho, si me llegara a enfrentar a algo parecido en el futuro, me gustaría emularla como principio de felicidad y homenaje a quien mostró un camino a seguir. Admiro mucho su valentía y determinación ante la adversidad, y me duele verla partir sin haber hecho todo lo que ella quería (y podía) hacer. El destino le negó los al menos treinta años adicionales de vida que el sistema de salud y la sociedad colombiana habían ganado para ella y las mujeres de la generación del 79’ (DANE).
Para seguir explorando las reflexiones de Tatiana sobre la muerte digna
Los textos que he citado se encuentran el portal Razón Pública (clic aquí) y en el periódico El Espectador (clic aquí). En el primero, Tatiana publicó cada mes y en el segundo, cada semana. El tiempo apremiaba y había cosas por decir. ¿Habrá Tatiana dejado más textos y reflexiones sin publicar? Espero que sí. De los audios cruzados con sus amigos y gente cercana podría salir un libro interesante…
En el episodio “Saber morir, saber vivir”, de Terrenal, un podcast conversacional de Andrés Mejía y Andrés Caro, Tatiana hace un recuento detallado de su vida y su obra. Escúchalo aquí.
En el capítulo “Lecciones para saber morir”, de Los informantes, un programa de crónicas de Caracol Televisión, hacen un emotivo perfil de Tatiana. Obsérvalo aquí.
Coda
La muerte de Tatiana me ha hecho pensar mucho en Alejo Laserna, un amigo que también murió muy joven y de una enfermedad parecida. Él también se aferró a la vida —a la buena vida— y terminó atrapado en una escafandra asfixiante. Él también tuvo una pareja que lo acompañó hasta el último respiro y unos amigos que lo quisimos mucho. Alejo fue uno de los ‘peces fuera del agua’ y el cardumen trató de alentarlo para que dejara un testimonio por escrito de lo que había sido su vida y sus reflexiones sobre la muerte. Lamentablemente, no publicó muchos trabajos, pero la gente que lo quiso sí lo hizo. En la página web de Peces están disponibles dos especiales colectivos en torno a las figuras de Alejo y Caro Serrano, su “hechicera”. El primero es un homenaje al amor y tiene textos que escribimos algunos amigos con motivo de su matrimonio; el otro es un homenaje a su vida y tiene textos que publicamos al mes de su partida. Pueden leerlos aquí y aquí. El leitmotiv de esos especiales a muchas manos y muchos sentires es “Vivir el eterno presente”.
¿Acaso existe un propósito vital más grande que el de vivir plenamente?
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Qué lindo hablas de Tatiana. Supe de ella por las noticias que aparecieron por su fallecimiento y porque puso el tema de la eutanasia a debate dentro de la sociedad colombiana.. Ahora al leerte conozco más de ella y me parece muy poderosa su forma de vivir y también, de morir.
Esta news me ha tocado el almita. Abrazos