Hola, les saluda Óscar Iván Pérez H. y les doy la bienvenida a Quietud y Movimiento. Hoy les llevo a conocer páramos y súper páramos en la Sierra Nevada del Cocuy.
Llegamos a la finca del Mono Herrera, el punto de inicio de la caminata, a eso de las 6:00 a.m. del 26 de octubre de 2022. José Santos parqueó la moto en un costado de la carretera destapada y me pidió que empezará el calentamiento. Hice unos ejercicios sencillos que luego complementé bajo su dirección. El Mono, un hombre de bigote, ruana y botas de caucho, salió de su casa de madera y nos ofreció un café negro que nos dio calor en una mañana fría y tapada.
Los primeros dos kilómetros de la ruta son relativamente planos y bordean un valle alargado y angosto de frailejones por cuyo centro fluye un riachuelo. “Esa agua es producida por el Nevado”, me dijo Santos. Atravesamos el valle por un costado, sobre una ladera un poco alta, para evitar dañar el ecosistema. Años atrás, se caminaba por un sendero que pasa por entre los frailejones. No pude quitarle la mirada a los frailejones, quizás la planta por la que siento mayor fascinación entre las que conozco.
Inicié la caminata nervioso. En mí existía la duda de si lograría completarla o no. De hacerlo, ascenderíamos de 3.850 a 4.870 metros sobre el nivel del mar. Mentiría si dijera que no me importaba llegar hasta el Púlpito del Diablo: sí me importaba y mucho. Sabía que no lograrlo se convertiría en una derrota que sería difícil de cargar. Por fortuna, no me acompañaban más viajeros, así que podría caminar a mi propio ritmo. Ese era el acuerdo con Santos, el guía local que conocí en el hotel en donde me hospedaba en Güicán, un pueblo en las faldas de la Sierra Nevada del Cocuy.
Nos detuvimos ante unos frailejones de más de un metro y medio de alto. Su nombre científico es Espeletia y son plantas arbóreas que crecen en los páramos y subpáramos de los Andes, dijo Santos. Me pidió que tocará con cuidado una de sus hojas. “¿Qué siente?”, preguntó. “Es como una esponja peluda”. Me explicó que esos vellos blancos les permiten atrapar la humedad, y protegerse del frío y de los rayos del sol.
El primer segmento de la ruta termina en la Laguna Pintada, en donde nos detuvimos a descansar por primera vez. En sus aguas quietas como espejo vi el reflejo de un cerro en cuyo pico se alzaba una planta acuática y me pareció una imagen hermosa que perseguí con la cámara. En el horizonte se veían nubes venir hacia nosotros. Ya eran cerca de las 8:00 a.m.
Santos aprovechó para hablarme más de las Espeletias, como le gusta llamarlas. Me cuenta que popularmente se les llama frailejones porque sus hojas se parecen a las capuchas que usan los frailes en la cabeza, y que Colombia cuenta con más de 90 especies. “Y la mitad está en peligro de extinción”, agregó. Pensé en lo poco que valoramos lo que tenemos.
Luego empezó el primer ascenso, el cual lleva al Hotelito, un lugar en donde antes se acampaba y hoy se descansa. A lo largo de este fragmento se acaba el páramo, con sus frailejones altos y su verde en abundancia, y empieza el súper páramo, un ecosistema gris, rocoso, con escasa vegetación al inicio y nula en en la parte más alta. En el pasado había caminado por páramos, pero nunca por un súper páramo. Me parecieron fascinantes el cambio abrupto entre ecosistemas y la manera como la naturaleza se organiza para salir adelante en un ambiente más inhóspito.
Aunque muchos van a la Sierra Nevada del Cocuy con la idea de ascender a sus picos nevados, ese no había sido mi caso. A mí, más que la nieve y las exigentes caminatas, me habían atraído los frailejones. Quería caminar entre ellos, fotografiarlos y, de ser posible, acampar un par de noches en la montaña. Esta vez no subiré al Nevado, me había dicho antes de arrancar rumbo a Güicán, porque sentía que no contaba con la fuerza, ni la resistencia física suficientes para hacer las caminatas de 10, 12 o más horas. En otra ocasión será.
El plan cambió a los pocos días de haber llegado, gracias a los visitantes que sí ascendían. Muy temprano en la mañana, antes del amanecer, los escuchaba partir desde la comodidad de mi cama y no los veía regresar sino hasta entrada la noche. La emoción inocultable en sus historias me empezó a despertar el interés por subir. Además, noté que gente de distintas edades y estados físicos lo hacía. ¿Cómo voy a estar aquí y no subir?, fue el pensamiento que me empezó a acosar. Así que una noche no muy lejana al día de mi llegada le pedí a Santos, quien es la pareja de Ruby, la administradora del hotel en donde estaba, que me explicara cómo era el ascenso.
En el Hotelito paramos a descansar e hidratarnos. Sentado sobre un tronco observé, a lo lejos, caminando sobre el suelo, un ave pequeña de plumas grises, casi redonda, rechonchita, que se fue acercando a paso acelerado hasta llegar a nosotros. Me sorprendió lo cerca que estaba, casi tocándonos, y lo confiada que era. Debe ser que aquí no hacemos tanto daño, pensé. Santos le tiró un pedazo de la manzana roja que estaba comiendo y el ave la picoteó. Seguía sorprendido por lo “gordita” que era, pero pronto caí en la cuenta de que no era necesariamente gorda, sino que su plumaje debía ser muy abultado para darle calor en un territorio de temperaturas tan bajas. La evolución puesta en evidencia. O eso pensé.
Le pregunté a Santos por otros animales que habitan el Cocuy y me habló de osos de anteojos, cóndores, zorros, pumas, venados cola blanca, lagartos collarejos y algunas aves. “¿Ya caminó por el parque de Güicán?”, me preguntó. “Sí…”, le respondí confundido. “Pues ahí hay figuras de muchos de estos animales”. Confirmé una vez más la importancia de los guías para que uno deje de ver y empiece a entender.
Estando allí en el Hotelito identifiqué un patrón en el discurso de Santos: su frase “aquí podemos descansar un momento” podía entenderse, en últimas, como “coja fuerza porque lo que se viene es duro” (ya la había dijo un par de veces ese día y la repitió varias veces más durante esta y las otras dos caminatas que habríamos de hacer días después). Al principio, sufrí por el ofrecimiento; luego lo tomé con gracia.
Y sí: el ascenso que siguió fue durísimo, el más duro de esta ruta, un ascenso en el que, por su pendiente inclinada como pared y la neblina espesa que lo consumía, no se podía ver la cima. “Ese pico que se ve al frente se llama el Campanilla Blanco –me dijo Santos en una de mis paradas de descanso–. Ya casi no tiene nieve. En dos años se extinguirá del todo”. Al pico le pusieron ese nombre porque antes, cuando estaba cubierto de nieve, tenía la forma de una campana. Ahora está la roca casi desnuda, sin su sombrero de hielo, sin rastro evidente de lo que fue. Alcé la cámara y tomé la foto de un fantasma.
“Hace unas semanas le hicieron un funeral simbólico al Campanilla”, me dijo Santos. “Vino gente de Parques Nacionales, el IDEAM y de Güicán a traerle flores y sembrar frailejones. Había también gente con cámaras y periodistas haciendo preguntas. La noticia salió en televisión y todo”. Un pico nevado menos en una sierra con más de 20. ¿Cuántos más desaparecerán en los próximos 10 o 20 años?
Al coronar el ascenso que sigue al Hotelito llegamos al Alto del Conejo, un mirador rocoso desde donde se puede ver a un lado el Valle de Frailejones, el cual se atraviesa en la ruta que lleva a la Laguna Grande de la Sierra, y al otro, un par de lagunas pequeñas. Ya debían ser las 10:30 am. “Mire –me dijo Santos señalando con su mano el horizonte–: ese es el Púlpito del Diablo”. Al principio no lo vi, pero luego discerní, entre la neblina pasajera, el bloque rectangular de roca amarilla que se alzaba sin nieve. Me emocioné por estar tan cerca de lograr la meta.
“Estaremos allá en una hora y media, si vamos a paso firme”, agregó Santos. No puede ser –pensé–. ¡Está aquí al lado! Pero obviamente yo era quien estaba equivocado: la nieve no estaba tan cerca como parecía, ni el camino era tan plano como se veía. Era una ilusión óptica. Santos me pidió apurar el paso que traía para poder almorzar con calma y contemplar desde cerca el Púlpito del Diablo. Me costó bastante caminar este trayecto.
Aquella noche en que había tomado la decisión de hacer el ascenso, Santos me explicó que no era una sola ruta la que lleva al Cocuy, sino tres que llegaban a distintos picos nevados. Las tres son exigentes –me dijo–, pero cada una a su manera. La más larga en kilómetros (9,8 km de ida) es la que lleva a la Laguna Grande de la Sierra, aunque tiene la ventaja de tener los ascensos menos inclinados. La ruta opuesta es la que lleva al Ritacuba Blanco, el pico con más nieve de la Sierra, pues es la menos larga (7,6 km) pero la que tiene el ascenso sostenido más largo e inclinado (sus 5,0 km finales). Entre las dos, en nivel de exigencia, está la caminata al Púlpito del Diablo, la ruta más visitada, con una extensión de 8,6 km y unos segmentos relativamente planos y otros bastante inclinados. Cada ruta se hace en un día y se recorren los mismos senderos al subir que al bajar.
“¡Hagamos las tres!”, le había dicho, impulsado por la excitación del momento. En el peor de los casos –había pensado–, llego hasta donde pueda y me devuelvo. No compito contra nadie. Él aceptó. Acordamos hacer una o dos caminatas por semana –en el interín, yo trabajaría online y recargaría energía– y fijamos un precio de $200.000 por cada ruta, la tarifa estándar de la zona para la guianza de una a cuatro personas, más $50.000 por el transporte de ida y regreso en moto. Desde entonces empecé a hacer caminatas de 2 a 4 horas en los alrededores de Güicán, como parte de un entrenamiento exprés y a la medida (un entrenamiento que –entendería días después– me ayudaría a fortalecer más la mente que las piernas. Y funcionó).
A medida que íbamos avanzando el cielo se fue tapando hasta que ya no se vio nada más allá de cinco o diez metros de distancia. Tan tapado estaba que no me di cuenta cuando alcanzamos el borde de nieve. Fue Santos quien me lo hizo notar: “Llegamos –dijo de repente, y yo no entendí nada–. Lo felicito: esto no es para todo el mundo”, y extendió su mano. Entonces vi el final de las rocas desnudas por las que caminábamos y el inicio de la capa de nieve, al principio delgada y después algo más gruesa. “No camine sobre la nieve”, me recordó Santos.
Tomé una bola de hielo entre mis manos y jugué con ella: se sentía como un granizado de esos que compraba cuando era niño en la Plaza de Bolívar de Ibagué y su frío iba penetrando rápida y profundamente la carne y generando un dolor intenso. Tomé algunas fotos de la nieve y el agua congelada que había en un pozo. A pocos metros, vi un ave saltar sobre el glacial y dejar marcas de sus patas de tres dedos sobre el hielo.
Nos sentamos sobre rocas y almorzamos los sánduches de pollo con mostaza y lechuga que Ruby nos había preparado. Durante media hora contemplamos con atención el misterioso paisaje creado por la densa neblina que nos cubría. Me imaginé a mí mismo en lo más alto del pico Pan de Azúcar, justo al lado del Púlpito del Diablo, y me vi observando desde allí, en un día despejado, la majestuosidad de la Sierra Nevada.
El trayecto final que lleva hasta este lugar no siempre fue sobre roca desnuda. Años atrás estaba cubierto de nieve. El mismo Santos fue testigo de ello, hace unas 2 décadas, cuando subió por primera vez sin ninguna experiencia, ni equipo adecuado. En algunos picos, continúo, la nieve llegaba 500 o más metros abajo de donde está hoy en día. Algunos adultos mayores del pueblo cuentan que, cuando niños, la nieve llegaba a sus fincas y jugaban con ella. Bien podría decirse que estamos sentados sobre una evidencia palpable del Calentamiento Global.
Santos también me contó que, desde que se reabrió al público el Parque Nacional Natural El Cocuy en 2017, luego de un paro de varios meses hecho por campesinos e indígenas del territorio, está prohibido adentrase en la nieve. Los indígenas U’wa la consideran sagrada y pidieron que no se tocara. Que se respetara. Que se mantuviera impoluta. A partir de entonces, me dijo, se incorporaron varios cambios al turismo que se hace en la zona, cambios que incluyen la prohibición de camping, el control del máximo número de personas que ascienden en un día, la obligatoriedad del acompañamiento de un guía local por cada cuatro visitantes y la vuelta completa alrededor de la Sierra que antes se hacía en un tour de 5, 6 o 7 días.
Como suele pasar, me vine sin la típica foto que circula por redes sociales, esa en la que se ve el Púlpito del Diablo, en el primer plano, y el cielo de un azul claro, brillante y adornado con hilos delgados de nubes blancas, en el segundo (y bueno, en el primerísimo primer plano ellos, los visitantes, capturados por una selfie o un retrato). La fotografía de viajes es una de esas fantasías que se persiguen sin poderse hacer, en la mayoría de los casos, como uno se la había imaginado. Por lo general se necesita más tiempo, más persistencia y más suerte de la que uno tiene.
El descenso, que comenzó hacia las 12:30 p.m. y que había imaginado fácil, casi de trámite, resultó ser la parte más difícil del día. En el ascenso iba con la fuerza a tope y la energía adicional que brinda el deseo de alcanzar la cima, sin tener presente que caminar, aunque sea bajando, cuesta mucho cuando ya se ha hecho durante medio día y se transita por un terreno resbaladizo e inestable. Además, al empezar cayó una lluvia ligera pero estable hasta que llegamos al hotelito. En un par de ocasiones me resbalé y caí al piso. No me golpeé lo suficientemente duro para lastimarme, pero sí para caminar nervioso de ahí en adelante.
Al caer la tarde, llegué al punto de inicio con un dolor de espalda mayor al de piernas y un poco de desespero porque la ruta, aunque hermosa y fascinante, parecía no terminar nunca. Sentí el trayecto final más largo y exigente que en la mañana. Pese a eso, una vez me senté a descansar y me tomé un café caliente en la finca del Mono Herrera, la experiencia vivida se transformó en un profundo motivo de orgullo propio y de mayor fascinación por la naturaleza y las caminatas en exteriores.
Una emoción que sigue estando conmigo hoy y que crece cada día más. Tanto que el próximo lunes iniciaré el ascenso al Nevado del Tolima. Será una travesía de 5 días y 4 noches en la que, si todo sale de acuerdo al plan, dormiré en lo alto de la montaña y haré cumbre al amanecer del tercer día.
Al regreso de Semana Santa les contaré cómo me fue (deséenme suerte y confianza).
Gracias por acompañarme en este viaje.
Con cariño,
Óscar Iván
Salento, Quindío
Avisos parroquiales
En su columna del diario El Espectador, la tejedora de historias Juliana Muñoz Toro mencionó a Quietud y Movimiento entre los “boletines de corte literario” que recomienda. Me hizo muy feliz ver el nombre de este proyecto junto al de otras newsletters de autor que admiro y leo con pasión. Sorpresas como ésta hacen que todo el trabajo valga la pena. ¡Gracias, Juliana!
Hoy 30 de marzo a las 6:30 pm COL, nos reuniremos en la Comunidad de Oyentes de Peces fuera del agua para conversar sobre Blum, el podcast de El Extraordinario que ganó el Premio Ondas Global a mejor branded podcast. El encuentro es gratuito y online. Suscríbete aquí.
El sábado nos reuniremos en el Taller de Literatura y Viajes de la librería Casa Tomada para poner a dialogar el libro El río, de Wade Davis, con dos películas sobre el Amazonas: El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra, y El sendero de la anaconda, de Alessandro Angulo. Clic aquí para mayor información. ¡Te esperamos!
El próximo jueves, aunque será Jueves Santo y estaremos de vacaciones, les enviaré un mensaje muy especial (spoiler: hablaré de las 3 rutas habilitadas para recorrer el Cocuy. Novedad: habrá poco texto, pero mucha información). ¡¿Qué será?!
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Está muy muy chévere la crónica. Transmites emociones y el paisaje se extiende en la mente aunque no conozcamos. Las fotos suuuper pro. Que siga creciendo este nius! Gran calidad!
Que hermosa historia!! Ya quiero leer como será esa ruta en el nevado del Tolima, quiero hacerlaaaaa.
Que te vaya muy bien