Mi pasión por los viajes es un gusto adquirido. Uno que surgió y se consolidó cuando ya era un adulto en la segunda mitad de mis veintes. Uno que llegó a mí desde afuera, como un afortunado accidente generado por otro, y cuyos efectos sobre las formas de pensar y de sentir nunca preví.
Crecí en una familia de clase media sin mucha inclinación por los viajes. Las únicas salidas que recuerdo en mi infancia fueron para visitar a familiares y celebrar fiestas de fin de año. Mi mamá, de hecho, siempre ha preferido su casa por encima de cualquier otro lugar en el mundo y mi papá, mochilero en su juventud, renunció a los viajes de placer cuando asumió las responsabilidades de la vida adulta.
Al cumplir 25 años, yo solo había hecho un viaje olvidado al exterior y en mi haber contaba con muy pocas experiencias a las que pudiera llamar “viajes”.
En las vacaciones y feriados de mis años universitarios me daba muchísima pereza ir de Bogotá (en donde estudiaba) a Ibagué (en donde vivía mi familia). La ciudad en donde crecí nunca fue uno de mis amores profundos y no hallaba placer en las dinámicas propias del viaje —empacar la maleta, ir al terminal de transporte, esperar la salida del bus, etc.— y .
Me volví viajero en el exterior. Me volví viajero sin buscarlo y persiguiendo un sueño distinto. Me volví viajero porque pensé que ese era el camino adecuado para tener una visión más amplia del mundo y aprender inglés. Y acerté, aunque no anticipé que es imposible convertirnos en otros y seguir siendo los mismos.
Mi amigo Juan C. Herrera fue quien tuvo la idea de viajar por el sur del continente antes de ir a estudiar a Australia. A mí me pareció una aventura divertida y emocionante. Una que nunca se me hubiera ocurrido a mí y que no haría por mi cuenta. Una que debía hacer en ese momento o tal vez nunca ocurriría.
Y entonces a partir de 2011 vinieron un viaje trepidante de 100 días por Sudamérica, una residencia de 14 meses en Australia y otros 90 días por el Sudeste asiático. Y todo cambió, aunque en su momento no lo supiera. Como el bambú japonés, el árbol que en mí crecía echó raíces durante muchos años antes de mostrar su tallo.
Volví a Colombia en 2013 con un deseo tan desbordante por conocer el mundo en primera persona que me llevó a invertir mis vacaciones de fin de año y parte de mis ahorros incipientes en nuevos viajes por Asia oriental, los Estados Unidos y Centroamérica.
En esas anduve durante los siguientes tres años, hasta que surgió en mí el interés por conocer más el país del que soy parte. El que me vio crecer y me formó. Ya no eran suficientes los recorridos cortos y esporádicos que me permitía hacer la universidad en la que trabajaba. Ya era hora de saldar la deuda que tenía con mi país y conmigo.
No sé qué tan difundido sea en otras partes, pero en Colombia existe la costumbre —el mal hábito— de conocer el exterior antes que el interior. Y es mucho mejor —se piensa— si viajamos por países y ciudades “top” de Norteamérica y Europa. Y es una lástima que sea así, porque la belleza de lo propio (estemos donde estemos) es infinita.
El punto es que Colombia me fascinó de tal forma que pasé los siguientes seis años recorriéndola cada vez que pude —en los últimos dos años con mayor frecuencia que antes, gracias a que me convertí en nómada digital— y no volví a salir de ella (y bueno, en medio de todo esto se me cruzó una pandemia).
La situación cambió hace dos semanas cuando ingresé a Perú por el norte.
Venir no fue algo planeado, pero sí deseado. Había oído decir que cerca a Iquitos nacía el río Amazonas y quise presenciarlo. Y vine. Y lo conocí. Y entonces descubrí que no se trata en realidad del nacimiento del río, sino del lugar en donde los ríos Marañón y Ucayali se encuentran y forman un cuerpo de agua distinto que toma el nombre de río Amazonas. Para ser testigo del milagro de su nacimiento, del lugar en donde originalmente brotan las aguas que le dan vida, tendré que ir más al sur sobre los Andes peruanos. Y espero hacerlo algún día.
Volver al exterior después de tanto tiempo ha despertado en mí las sensaciones y emociones de la primera vez.
Volver al exterior me ha hecho recordar, y revivir, lo que se siente al sellar el pasaporte en las oficinas de inmigración, cambiar plata en casas de cambio, equivocarse al hacer las cuentas en la nueva moneda, comprender cuándo un precio es justo, ver banderas de otros colores en carros y plazas, probar platos y cervezas cuya existencia desconocías, descubrir nuevas palabras para referirse a cosas familiares, escuchar otros acentos y otras músicas, activar una SIM card de un operador extranjero…
Al principio, resaltó eso —lo que era distinto—, pero luego empezaron a aparecer los aspectos comunes y familiares. Me ha parecido lindo sentir la presencia cultural de Colombia en los vallenatos y los reguetones que suenan en restaurantes, bares y puestos callejeros. Recuerdo haber sentido algo similar en Costa Rica, uno de los últimos países que visité antes de encerrarme dentro de las fronteras de Colombia.
Salvo las personas con rasgos asiáticos (años atrás Perú recibió a muchos inmigrantes provenientes de Japón y de China), la gente luce similar a la del sur de Colombia. El fenotipo que prima aquí en el norte es el indígena —piel oscura, pelo negro, ojos almendrados, cuerpos fuertes, estatura baja—, pues más que en Colombia o en Perú o en Brasil (los tres países que comparten frontera en un punto imaginario del río Amazonas cerca de Leticia), estoy en la región amazónica.
Las fronteras de los países y regiones suelen ser artificiales. Obedecer a criterios políticos y económicos más que a cuestiones biológicas y culturales. Separar lo que es igual y unir lo que es distinto. Antes lo había presenciado y aquí lo vuelvo a observar. La región amazónica debería ser un gran país, una gran cultura, una gran bandera. Quizás así podría defenderse mejor de las amenazas pasadas y presentes que la han desangrado y hacerle ver al mundo lo bella, diversa e importante que es.
Como era de esperarse, volver al exterior está renovando en mí el disfrute del viaje y tentándome a retomar planes de travesías internacionales que había aplazado. Por aquí les estaré contando qué decido.
Con cariño,
Óscar Iván
Iquitos, Perú

Para seguir explorando los viajes en el exterior
Escribí “Todo comenzó en un bote” para celebrar el aniversario número 6 de mi viaje iniciático por Sudamérica (incluye las mejores fotos de esa experiencia).
“De esas cosas que uno cree que nunca le van a pasar” es el texto más divertido que he escrito hasta hoy y cuenta los días de angustia que sufrí por haber descuidado los trámites de inmigración a Costa Rica.
En “VIAJAR” cuento qué significa para mí recorrer el mundo y por qué gastar el dinero en experiencias (incluido el viaje) es una muchísima mejor inversión que gastarlo en cosas.
Avisos parroquiales
Este sábado 1 de julio, Peces fuera del agua enviará la tercera entrega de El cardumen, su boletín mensual en el que aborda lo mejor de las narrativas digitales en texto, imagen y sonido. Si eres una persona apasionada por las newsletters y te gustaría tener con quién conversar acerca de ellas, no te la deberías perder (traerá una gran noticia 🙌🏻).
¿Quieres ayudarme a hacer crecer Quietud y Movimiento?
Lo puedes hacer de muchas formas:
📨 Lee los mensajes cada jueves y dales like ❤️
📝 Déjame un comentario abajo o respóndeme por mail 📩
🫂 Comparte los posts con tus amigos y en redes sociales 📣
🧠 Contrátame como consultor, redactor o tallerista. Aquí mi perfil profesional 🧑🏻🏫
Me encantó! En cada línea se siente la emoción de tu reencuentro con ese Yo viajero que anhela siempre ir más allá!!!! Celebro tu viaje por la vida y el mundo. Abrazo
Disfruté mucho esta entrega, Óscar Iván. Ojalá que podamos seguir leyéndote en cualquier destino que te lleven tus pies.