Navegando entre la realidad y la ficción
El papel de los barcos de vapor en la fiebre del caucho
Poco se habla de la importancia de los barcos de vapor en la fiebre del caucho que vivió Sudamérica entre finales del siglo XIX y comienzos del XX.
Sí se habla del papel que jugaron descubrimientos científicos como la vulcanización del caucho, la demanda creciente del producto natural para producir llantas de automóviles y bicicletas, y el impacto devastador que trajo su explotación sobre los ecosistemas y las comunidades indígenas de la región. Todo eso es importante y debe ser relatado. Pero, de nuevo, hay pocas referencias al rol de los barcos caucheros.
De eso caí en la cuenta en mi reciente visita a Iquitos, una ciudad que por su ubicación estratégica en la confluencia de los ríos Amazonas, Itaya y Nanay se convirtió en un importante centro de acopio, procesamiento y exportación de caucho en la Amazonia peruana y, junto a Manaos en Brasil, fue uno de los principales epicentros de la fiebre del caucho.
El despertar de mi interés por el tema se lo debo a Fitzcarraldo, la película de 1982 del director alemán Werner Herzog. Su trama habla de un hombre obsesionado con la ópera que tiene el sueño de construir un teatro en Iquitos para llevar a la élite local y la población indígena lo mejor de la música clásica de Europa, como ya lo hacen en Manaos. Para financiar el proyecto, Fitzcarraldo —interpretado por el polémico Klaus Kinski— planea explotar una lucrativa concesión de caucho de la que nadie ha tomado posesión. Pero hay un “pequeño” problema: las tierras están ubicadas en una región remota e inaccesible de la selva. ¿Qué hacer entonces?
Fitzcarraldo concibe un plan inédito en la explotación del caucho peruana: llevar un enorme barco de un río a otro a través de la parte más estrecha de tierra que los separa y, así, acceder a las áreas de caucho más ricas y vírgenes. ¡Bingo! Su plan incluye el apoyo de un grupo de indígenas que se une voluntariamente a la causa sin que se entienda (hasta el final) muy bien por qué y transportar, con la asistencia de un complejo sistema de poleas, el gigantesco barco de 320 toneladas por las inclinadas pendientes de una montaña (una hazaña que Herzog grabó sin el uso de efectos especiales, pero sí con muchos problemas, sobrecostos y desafíos que han hecho del proceso de filmación algo tan famoso como la película misma, considerada la obra maestra de un maestro del cine).
En la película, Fitzcarraldo recurre al negocio del caucho como una medida desesperada para hacer dinero y construir el teatro que tanto anhela. Antes ha fracasado en la construcción de un ferrocarril y se ha dedicado a la producción de hielo, un negocio incomprendido cuyos márgenes de ganancia son relativamente pequeños y difícilmente podrían financiar la ópera. De hecho, Molly, la novia de Fitz interpretada por Claudia Cardinale y la encargada de administrar mujeres para dar placer a la élite local, es quien le propone dejarse de pendejadas y volverse cauchero (además invierte el dinero necesario para hacer realidad el proyecto). La película deja muy claro que la fuente de riqueza de la Amazonia peruana de la época era el caucho y sus negocios “afines”.
Movido por el interés de conocer más de los barcos de vapor al servicio del caucho, seguí la recomendación de una guía local de visitar el Museo del Barco Histórico Ayapua Iquitos, el cual está ubicado a orillas del río Itaya y al pie de la Plaza Ramón Castilla.
El Museo en sí mismo es una síntesis de la historia que cuenta. Al igual que el barco de vapor que lo alberga —el Ayapua— y el sector económico de lo inspira, el Museo se ha venido a menos: el bar de la cubierta permanece cerrado, los libros de la biblioteca están bajo llave, la proyección de Fitzcarraldo en una de sus salas está cancelada y la única chica que atiende en la recepción se ve en apuros cuando dos o más grupos llegan a destiempo. Pese a eso, en las salas del lugar está contada la interesante historia del alba y el ocaso de la fiebre del caucho. Sobre una de las mesas del salón principal, se lee:
El comercio y transporte en el río Amazonas era casi imposible antes de la navegación a vapor. Las corrientes que fluyen rápido hacen muy agotador y muy lento remar en la Amazonia contra las corrientes rápidas. Por el contrario, flotando río abajo es fácil y rápido. La navegación de vela también es imposible contra el flujo. Por lo tanto, las canoas y botes de remos utilizadas antes de la llegada de los barcos de vapor fueron eficientes río abajo, pero el viaje de vuelta fue casi imposible. Eso hizo que el intercambio comercial en el Amazonas sea prácticamente inexistente antes de la navegación a vapor. El primer barco de vapor que viajó hasta la Amazonia brasileña fue en 1850.
El Ayapua fue construido en Hamburgo, Alemania, en 1906, por solicitud del empresario cauchero E. Moris, quien tenía la intención de adentrarse en las profundidades de la Amazonia peruana para recolectar bolas de caucho y llevarlas a Iquitos, el puerto desde donde serían exportadas a Europa y Estados Unidos. El barco mide 33 metros de largo y 5 de ancho, y cuenta con un área para exposiciones y 10 salas decoradas con el estilo victoriano de la época del caucho y muestras de libros, materiales y muebles antiguos.
Siguiendo la pista del transporte del caucho en las paredes y estantes del barco, encontré este texto:
El 5 de enero de 1864 los buques de vapor de la armada del Presidente de Ramón comenzaron a llegar al pueblo de Iquitos cambiando la historia de Iquitos y el río Amazonas. Esos grandes barcos abrieron vías de acceso para la exploración y el comercio y el comienzo de la época del caucho.
Y luego este:
Los barcos de vapor eran el corazón de la época del caucho, principalmente debido a su rol en el transporte de cientos de millones de dólares de bolas de caucho de lejanos confines de la selva a ciudades como Iquitos y por el río Amazonas. El Ayapua, por ejemplo, traía de vuelta alrededor de dos millones de dólares de caucho, todos los meses en el pico de la época del caucho.
Si la explotación del caucho era el corazón que bombeaba el engranaje económico de la región, los barcos de vapor era las venas por las cuales circulaba su sangre. Al terminar la fiebre del caucho —por razones que ahondaré en otras entregas— el corazón se detuvo y las venas se secaron y los barcos se apagaron y muchos poblados se vaciaron.
Antes de abandonar el Ayapua, en la sala en donde en años más gloriosos se proyectaba Fitzcarraldo, leí el título de una nota que me abrió un panorama inesperado: “El Fitzcarraldo real”. ¡¿O sea que ese personaje surreal existió?!
El Restaurante-café-bar Fitzcarraldo está ubicado en una esquina del malecón de Iquitos y tiene una vista hermosa hacia el río Itaya. Ofrece servicios diferenciados en mañana, tarde y noche, y es —adivinen— un tributo a la película de Herzog. Según ellos, “en nuestro restaurante se guardan algunos recuerdos de esa película: el timón y el mascarón de proa originales del barco a vapor que se utilizó en la filmación, así como fotos y afiches que sirvieron para anunciar el estreno en 1982”.
Allí, hablando con el administrador, me percaté de algo que tampoco había anticipado: la existencia de un personaje llamado Fitzcarrald en quien se basó el personaje de la película, pero que no correspondía del todo con lo que yo había visto en la pantalla. El administrador habló de un barón del caucho que murió rico muy joven y quien había pasado un barco de un río a otro a través del istmo que él mismo había descubierto, pero no me mencionó de su negocio de hielo ni el fracaso estrepitoso que narra la película (¡perdón por el spoiler!).
Días después, en Mi Museo Iquitos, le pregunté al guía si el personaje de la película era el mismo barón del caucho que vivió en Iquitos y me dijo que sí. Lo mismo me repitieron en el hotel en donde me hospedaba. Pero las cosas no me cuadraban y quise indagar un poco más.
Hasta donde he podido entender, Herzog se basó en el personaje real —Carlos Fermín Fitzcarrald— para crear su personaje ficticio —Brian Sweeney Fitzcarrald—, así que tomó elementos fascinantes de su biografía, pero cambió algunos, como que Carlos Fermín desmanteló un barco de 30 toneladas y lo pasó por partes a través del istmo que había descubierto, y dejó otros por fuera, como las denuncias de explotación de comunidades indígenas al estilo (pero quizás no en el mismo grado) de Julio César Arana, el patrón de la Casa Arana. Aquí parece haber otro caso en el que la realidad se mezcla con la ficción y los límites entre lo comprobable y lo imaginado se hacen borrosos y se convierten en uno solo para crear mitos modernos.
Vale decir que está confusión está presente (o al menos no se arroja luz sobre ella) en notas de prensa publicadas en diarios como El País o La Nación. Interesante, ¿no?
Gracias por tu lectura y acompañamiento en este viaje.
Con muchísimo cariño,
Óscar Iván
Bogotá D.C.
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