Cuando estaba en la educación secundaria esperaba con ansias la emisión de un nuevo capítulo de Deslizadores.
Aunque no recuerdo detalles como qué día, a qué hora o en qué canal emitían la serie —y Google, que aparentemente lo sabe todo, esta vez me ha fallado—, en mí sigue intacta la emoción que me generaba ver el programa y soñar con la posibilidad de ser un viajero del multiverso.
Para quienes no la recuerdan, no la vieron o están demasiado jóvenes para estar al tanto de una serie relativamente marginal de ciencia ficción de finales de los 90s, en Deslizadores (o Sliders, en inglés) el joven Quinn Mallory desarrolla una tecnología que permite saltar entre universos paralelos, por medio de la apertura de agujeros de gusano. Durante una prueba, Quinn, su profesor, su mejor amiga y un cantante que pasaba por el lugar son trasladados accidentalmente a un universo paralelo, con el agravante de que no cuentan con las coordenadas de la dimensión de origen. A partir de ese momento, el grupo salta de un universo a otro buscando regresar a casa, pero la búsqueda les es esquiva.
El constante viaje entre dimensiones les hace atestiguar una y otra vez [a Quinn y compañía] diferentes versiones de la sociedad humana y la vida en la Tierra, ya que en cada mundo la historia o las leyes de la física funcionan de forma diferente, produciendo leves o radicales diferencias dependiendo de cada mundo (cuando Google falla, ¡Wikipedia auxilia!).
¿Imaginan lo que puede significar para uno viajar a universos paralelos en donde la vida —tal cual la conocemos— es distinta, o mejor aún, en donde nosotros —o nuestros alter egos— somos otros, somos aquello con lo que soñamos o lo que odiamos?
Fuere como fuere, la aventura valdría la pena, me decía, y entonces sufría por no ser Quinn Mallory, por no tener en mis manos aquel dispositivo que abría la oportunidad de estar en otro universo, por tener que apagar el televisor y ponerme a hacer las tareas del colegio, por ser yo, un colegial, y no él, un aventurero cósmico.
Años después, al terminar la carrera universitaria, empecé a viajar con mis amigos por Colombia. Primero vino la costa del Pacífico y luego la Costa Caribe. Conocí entonces las brujitas —o carritos de balineras impulsados por motos sobre las rieles de un antiguo tren— de San Cipriano, las playas de arena negra de Buenaventura, las iglesias de Mompox, las noches inciertas de Taganga, el encuentro de agua dulce y agua salada de Palomino; conocí, en fin, algunos destinos de ensueño colombianos. E irremediablemente pensé: “¡Qué diferente es todo esto de Bogotá!”. Y comprendí que viajar no solo era desplazarse en el espacio, sino también visitar otros mundos y otras épocas.
¿Acaso estar en las iglesias ancestrales de Mompox o montar en las brujitas de San Cipriano no es saltar al pasado? ¿O compartir en el campo con las comunidades afro de Buenaventura o las comunidades indígenas de Palomino no es estar en otro mundo, si se le compara con la vida urbana, agitada y gris de Bogotá?
En esa época, sin embargo, estas ideas eran solo una intuición, un cosquilleo en la cabeza. Tuve que esperar hasta salir del país para ver todo con mayor claridad.
Primero vino Sudamérica y la posibilidad de visitar el pasado en la selva amazónica, las islas flotantes de los Uros, las ruinas de Jesús y Trinidad y las comunidades de los Andes. El futuro tal vez no lo visité, aunque los sistemas de transporte de San Pablo en Brasil y de Santiago de Chile me hicieron soñar con cómo podría ser Bogotá en unos años —o quizás quinquenios o décadas, todavía no es del todo claro—.
Luego vino el Sureste Asiático y la comprensión de que los viajes pueden ser saltos a universos paralelos. Allá pude observar monjes budistas haciendo compras en supermercados, tuk-tuks trasladando gente por las calles, hombres y mujeres de ojos rasgados. Además, probé otros picantes en las comidas, escuché otros sonidos en las lenguas, vi otros dioses en los templos. En el lejano oriente todo —o casi todo— es distinto, sorprendente, estimulante, para alguien que proviene del mundo occidental (o de un país que pretende serlo).
Y después vino Japón y la disipación de toda duda acerca de esta teoría. Estar en Tokio es viajar hacia el futuro en un universo paralelo; caminar por Shinjiku —el centro comercial y administrativo más importante de Tokio— es como estar en ciudades de Star Wars o Blade Runner, con sus pantallas gigantes, sus luces de neón y sus calles sobrepobladas. Japón significó, en últimas, la confirmación irrefutable de que los viajes son desplazamientos espacio-temporales (dentro y fuera de este universo).
Por si fuera poco, moverme por el mundo me permitió convertirme en otro, algo que que Quinn Mallory y sus compañeros experimentaron en sus viajes por el multiverso. Viajar me ha dado la oportunidad de ser aseador de oficinas, mesero de night club, deportista extremo, profesor de español, jinete de búfalos, motero, fotógrafo, arqueólogo, cocinero, monje budista, mochilero, habitante de calle, domador de delfines, guía turístico e incluso marinero.
Quizás por eso es que no quiero dejar de viajar nunca.
Una versión ligeramente distinta de este texto fue publicada hace unos años en el laboratorio creativo Peces fuera del agua.
Avisos parroquiales
Nos vemos hoy 31 de agosto a las 5:30pm MEX | 6:30pm COL | 8:30 ARG en la primera muestra online de podcasts producidos por miembros de la Comunidad de Oyentes. Conoce más.
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